Los vecinos de O Ventorrillo no quieren dejar que las familias de Penamoa se acomoden en el edificio Residencial Finisterre. Ayer, los representantes de su asociación se reunieron durante tres horas con el teniente de alcalde, Julio Flores; el concejal de Servicios Sociales, Miguel Lorenzo, y el subdelegado del Gobierno, Jorge Atán. El Ayuntamiento ha solicitado a la Delegación del Gobierno que la Policía Nacional impida más ocupaciones y presenta hoy mismo ante el juzgado un informe elaborado por la Unidad de Chabolismo para que “el juez conozca la situación de alarma social y los posibles problemas de orden público si no se actúa con prontitud, dictando una orden de desalojo por vía de urgencia”. El alcalde, Carlos Negreira, ha prometido que no habrá “un Penamoa dos”.
Los antiguos chabolistas aseguran que no quieren que se venda droga en lo que ya consideran su casa
Pero, después del movimiento de la semana pasada, la ocupación del Residencial Finisterre por parte de los antiguos chabolistas de Penamoa ya es un hecho: los clanes Borja y Silva se encuentran en el portal de la derecha. “Somos todos familiares, primos, hermanos y sobrinos”, dicen. En la parte trasera se encuentran otros ocupantes de etnia gitana y en el lado contrario, cerrado a cal y canto, están los okupas, los más antiguos habitantes de este edificio, mientras que sus legítimos propietarios no los han habitado nunca. Ni la promotora ni Caja España llegaron nunca a entregarles las llaves. La presencia policial ya se ha hecho más visible en la zona. De hecho, varios agentes del CNP identificaron ayer a los “nuevos” vecinos. Pero no pueden hacer más hasta que el juez lo ordene. La intención es que el proceso se tramite con urgencia, pero los antiguos chabolistas están convencidos de que el papeleo llevará meses: “Hasta que no vengan, aquí nos quedamos”. En muchos casos, de las viviendas ha desaparecido el cobre y otros metales, pero siguen manteniendo las ventanas intactas. Mucho más confortable que lo que dejaron atrás en Penamoa.
“Yo he estado en la calle durante año y medio –asegura Pablo, de 41 años– y lo he pasado muy mal. Esta es la primera casa que tengo en mucho tiempo, y con el padre enfermo del corazón y la familia, ¿dónde me voy a meter?”. En la puerta de su nuevo hogar están escritos con rotulador los tres nombres de los ocupantes. Todas las puertas están marcadas de igual manera. Sólo el piso séptimo, el último, está vacío. Probablemente, porque el ascensor no funciona.
Al otro lado del patio, otro antiguo chabolista señala el extremo del edificio, donde residen los okupas y muestra un cable que desciende del un poste de la luz hasta el patio central del edificio. “Ellos sí que saben, tienen luz, pero nosotros no”.
Uno de ellos levanta el monomando del grifo, sin resultado. “A veces sale agua, pero casi nunca”. El portal está ya lleno de escombros, pero los pisos parecen limpios, aunque las escaleras acumulen polvo y algunas basuras.
“Lo hemos hablado entre todos, y nadie quiere que haya droga aquí –asegura una mujer mayor– incluso hemos hablando de montar una sala Evangelista en los bajos”.