La heráldica marca la gesta heroica de una estirpe, trazando el mapa de una memoria casi indestructible por su capacidad de trascender, de grabarse a fuego y sangre en las paredes en favor de un simbolismo cuajado de arcanos difíciles de descifrar. A partir de ahí la conducta de sus descendientes no hará perder al escudo el brillo que produce la fascinación del poder y la gloria, aún los más deplorables.
Sin embargo, los blasones de aquellos hombres y mujeres que nacieron a la vida por el túnel del esfuerzo y ya no lo abandonaron, que surcaron mares en busca de fortuna de la mano de una garlopa y un martillo, que cortaron caña de azúcar en Camagüey y regresaron un día derrotados, que no vencidos. Y en prueba de esa fe se retomaron en la gleba de su patria, para ir tatuando sobre ella y su piel el escudo de sus apellidos. A esos, paradójicamente, parece que no les debemos memoria, la suya se torna frágil y quebradiza al poco de haber perdido su lugar en este mundo. Y todo lo que fueron, también su primoroso escudo de sangre y sudor, es vendido en sucia almoneda, como si no fuese nada, a caso una traza de roña que hay que lavar para sentirse de verdad libres y capaces. Obviando que lo poco o mucho que somos es por ellos y su ejemplo. Y que cuando nos deshacemos de sus pertenencias y malbaratamos su bienes no estamos sino haciéndolo con nosotros mismos, en el tránsito de la heráldica del humilde a la merma del miserable.