Pasaban de las doce del mediodía, cuando la ciudad empezó a vivir “lo nunca visto”, como lo definió una señora que, un rato después, guardaba cola en una panadería de la avenida de Fisterra. Pese a la falta de experiencia en situaciones similares, la reacción del pueblo coruñés está siendo ejemplar en cuanto a templanza. Un ejemplar comportamiento cívico en un momento crítico. A las diez y media, un bombero que acudió hasta el Palacio de la Ópera, comentaba que en la ciudad no se había producido ningún acto de saqueo y tampoco ningún accidente.
De repente, no se hizo la luz. Apagones en el interior, corrillos en el exterior. Una inmensa mayoría de los coruñeses mirando la luz, pero la de la pantalla de su teléfono, a la búsqueda de unas noticias que tardaron en llegar. “Ha afectado a toda Europa”, exageraba un señor a las puertas del Gadis de la calle Sinfónica de Galicia. Al tiempo, una cajera advertía a todo aquel que entraba que “solo se cobraba en efectivo”. Los datáfonos, claro, no funcionaban.
Tampoco funcionaban los semáforos. En Juan Flórez, los peatones irrumpían en la calzada con fe en que los conductores los respetasen. Y así fue. Precisamente al comienzo de esta calle, donde se une con la avenida de Fisterra y la plaza de Pontevedra, un policía local regulaba el tráfico. Era uno de los muchos efectivos del 092 desplegados en las calles coruñeses para ordenar la circulación. A esas horas, el Ayuntamiento recomendaba no usar el vehículo privado, pero solo unos pocos se podían enterar entre el apagón generalizado. Los buses rojos de la Compañía de Tranvías funcionaban con toda la normalidad que la situación permitía.
Al tiempo, se veían las primeras colas en las panaderías. “Nunca se sabe. Por lo que pueda pasar”, decía una señora que marchaba con tres barras bajo el brazo, después de pagar con dinero contante y sonante. En la acera de enfrente, en la carnicería Campos, un señor dudaba si llevarse o no a casa la compra (cinco filetes y 25 albóndigas), por aquello de que la nevera no iba a funcionar y, lo que es peor, no se sabía cuándo volvería a hacerlo. Muchos comercios optaban por echar la verja, pero literalmente no podían por la falta de energía. Por el contrario, en los garajes las puertas se dejaban abiertas a propósito, para que los vehículos pudieran salir.
En las calles, el sonido dominante era el de las sirenas (bomberos y policías de aquí para allá) que en ocasiones se unían con los pitidos de las alarmas. Pese a ese caos sonoro, la gente caminaba con tranquilidad, sin histerias.
Cerca ya de las dos de la tarde, las colas se formaron en los colegios, donde pocas veces los patios estuvieron más llenos. Padres, madres y hasta abuelos se reunieron para recoger a los peques, porque muchos no se habían podido comunicar entre ellos y, por si acaso, se acercaron a las puertas de los centros escolares. Aprovechaban para comentar la actualidad: “El Gadis del Orzán ya ha cerrado”, informaba una madre en un corrillo.
A esas horas, las imágenes más sorprendentes la proporcionaban algunas terrazas, muy frecuentadas por la ausencia de trabajo, y las céntricas playas, donde mucha gente tomaba el sol al tiempo que al fondo se dibujaban dos columnas de humo. A los pocos minutos del apagón, en los grupos de WhatsApp se empezaron a distribuir fotografías con la ciudad presidida por esas nubes negras, originadas en la refinería.
Cundió la alarma, pero, como bien supieron los lectores de El Ideal Gallego que se pudieron conectar a la web del periódico, la situación estaba controlada en Bens. Fue ese un gran momento de alivio en una jornada en la que la inquietud el sentimiento más dominante.
Ya por la tarde, el tráfico bajó, y también el flujo peatonal. Fueron mayoría los que optaron por pasar en casa el resto del día a la espera de que se fuese la luz solar. A través de Internet, esperaban escuchar el mensaje del presidente del Gobierno, pero en muchos casos justo la red se cayó al poco de empezar la intervención de Sánchez. Para los más avispados, quedó el recurso a la radio… con pilas.