Durante las tardes de verano el sol inundaba con su brillo el dormitorio de aquella casa.
Me gustaba tumbarme sobre la cama y leer cómics y libros en silencio, aguardando la lenta llegada del siempre templado atardecer y escuchando únicamente el inconfundible crujido de las páginas al pasarlas y algún que otro graznido de gaviota exaltada.
En cambio, a mediados de otoño, la luz ya no alcanzaba el ventanal y hacía que aquel cuarto perdiese parte de su utilidad. Poco a poco y de manera sutil, el dormitorio se iba quedando cojo para la lectura, y en vez de bañarse con la lógica alegría desprendida por el astro, día tras día y paulatinamente, se anegaba de una inusitada melancolía.
Por aquel tiempo ni tan siquiera las polillas del armario creían en mí, y eso, lejos de provocarme algún tipo de desánimo, parecía surtir en mi alma el reconfortante efecto contrario. Incluso llegaba a gustarme.
“Cuando nadie cree en ti es que algo a la fuerza has de estar haciendo bien”, me decía en la soledad del cuarto, muy tranquilo, mientras fumaba un cigarrillo y contemplaba las repisas polvorientas a mi alrededor.
Tenía tantas ideas fluyendo en mi cabeza que en ocasiones perdían sus contornos y se mezclaban unas con otras originando torbellinos y corrientes, imágenes conmovedoras, recuerdos jamás vividos y frases tan extrañas que parecían engendrar grandes y reveladoras realidades.
Hace 25 años creía y sabía que las leyes no escritas poseían bastante más importancia y peso que todas aquellas que hasta el momento se habían plasmado en papel.
“Estoy condenado a hacer lo que me plazca, estoy condenado al éxito. El fracaso es un espejismo para los que quieren hacer algo. Y yo no quiero hacer algo. Yo quiero hacerlo todo”, escribía una larga tarde de noviembre sobre la pared del pasillo con un lápiz de punta roma. Una pared en blanco es un buen lugar para colgar fotos y añadir anotaciones, (así que no regañen a los niños)
Desde aquel momento las cosas comenzaron a fluir al ritmo que marcaba el latir de mi corazón y mis deseos.
“De momento quiero ser fotógrafo”, me dije, “quiero que me paguen por hacer fotos. ¿Por qué no iban a hacerlo?, ¿acaso no pagan a la gente por cualquier otra cosa aún más tonta, estúpida e inútil?”
Así estuve renqueando una buena temporada en otros medios de comunicación, hasta que el día de los difuntos de hace ya casi 21 años, comencé a trabajar en este periódico. Noviembre transcurría con su habitual crueldad y los muertos no se alzaron de sus tumbas. En realidad no ocurrió nada extraordinario, nada fuera de lo normal para la época del año, salvo que la lluvia provocó unas goteras en una biblioteca municipal y el Liverpool aterrizó en Alvedro dispuesto, ingenuamente, a ganar en Riazor un partido de la Champions League.
La verdad es que en mi vida siempre me ha acompañado la suerte, básicamente porque nunca nada me ha resultado sencillo.
Y eso siempre es mucho más divertido que aquel que no posee la fortuna de toparse con molinos de viento en el camino.
Siempre trato de explicarle a la gente que la ambición es la semilla de la mediocridad. Pero no muchos parecen entenderlo. Casi nadie.
Todo fluye de manera más natural cuando te dispones a hacer algo porque no queda más remedio que hacerlo. Eliminas todas las posibilidades de un golpe, como si te sacases de la manga una mano ganadora.
En general siempre te das de bruces cuando aspiras a cosas que no son propias de uno mismo.
Por eso cuando reconozco un talento en alguien y ese alguien trata de mantenerse a flote en el medio y medio de un absurdo mar de dudas creado por sus propios miedos, siempre sonrío un tanto condescendiente.
Porque sé que tarde o temprano desentrañará todos los nudos que provoca su propia inquietud. Un pez nace para nadar. Lo que decía antes, uno ha de seguir su propia naturaleza. Sólo es una cuestión de tiempo.
La ambición es la que posee un león, que al verse fuerte y poderoso, pretende echarse a volar al contemplar a los débiles pajarillos revoloteando alrededor.
En el fondo no hay nada malo en tumbarse sobre la cama y dedicarse a pensar en cosas que realmente te hacen sentir algo.
Es el único instante, el único momento, en el que rodeado de una fumata blanca, el tabaco no resulta perjudicial para la salud.