El ojo público | Fotografiando hadas

Los fotoperiodistas tenemos fama de ser un tanto agresivos y soeces al volante. Pero todo tiene una explicación. Cuando atraviesas las arterias de una urbe un millón de veces cada día, entonces te pasa como le pasa a Batman. Simplemente la ciudad te pertenece
El ojo público | Fotografiando hadas

Miras al cielo y observas las nubes, te fijas si son altas y tamizan la luz como lo haría una cortina al atardecer o simplemente la engullen para después filtrarla a lo lejos creando deslumbrantes rayuelas. Después buscas el sol, como si fueses planta. Y luce a tu espalda o a tus tres, o no está y no calienta, o te lo comes con los ojos y entonces mala cosa si no montas el flash.


La luz la medimos en un par de segundos con sólo echar una ojeada a nuestro alrededor. Como el marinero que sabe, observando la piel del mar, dónde va a caer la próxima ráfaga de viento. 


Contamos la luz. Como si tuviésemos una balanza en las pupilas. Es un don estúpido, como casi todos los dones que atesora un fotoperiodista, pero nos agiliza los asuntos del trabajo. Y este trabajo exige bastante más agilidad que pericia.


Spiderman es fotógrafo.


Llegar rápido, llegar pronto y llegar antes. Eso es la mitad del todo. La otra mitad muy poca gente alcanza a entenderla. 


Así que la pericia se la dejamos a los artistas. Lo nuestro es hacer comida rápida, hamburguesas del día, la exquisitez para el que quiera vender talento y arte visual, nosotros vendemos fotos. Si tuviésemos talento aprenderíamos a escribir.


También somos una tribu curiosa. Guardamos cierto paralelismo con los confidentes y espías del Berlín de la guerra fría. Nos conocemos todos, compartimos bares, habitamos la vorágine de la ciudad y todos trabajamos para el enemigo. 


Así que a menudo nos hallamos en la disyuntiva de contarnos muchas cosas, pero siempre de ocultarnos algo. Así que jamás confiesas que has llegado antes, que desde allá arriba hay mejor tiro de cámara, que aquel mequetrefe es el hermano del asesino o que si esperas un rato más va a llegar la policía científica y vas a tener una buena foto. Asumimos que nuestra relación se basa en una pacífica desconfianza, en la que todo el mundo sabe y acepta que omitir es parte del trabajo, y que nadie te miente nunca porque nadie va a hacerte jamás la pregunta que te obligue a mentir.


Mentir está muy mal visto entre los fotógrafos. Por eso no sabemos escribir.


En resumidas cuentas. Nos movemos en un equilibrio esquizofrénico que asumimos sin ninguna dificultad, ya que la esquizofrenia, el frenesí y el caos, son los pilares básicos de nuestro oficio. Pilares, dicho sea de paso, que son como las drogas duras. Las odias, te matan, pero crean adicción.


Una de las características más singulares que poseemos los fotógrafos de provincias, y que nos distinguen de la raza superior que son los fotógrafos de agencias o de grandes publicaciones, es que carecemos de vanidad. No nos duele reconocer que un compañero ha hecho una buena fotografía. Y básicamente porque suele ser una especie de milagro, de epifanía gráfica, de aparición mariana. La causa de ello, aparte de nuestra innata incapacidad, es que no solemos contar con el tiempo necesario para hacer una buena fotografía. Así que cada uno hace lo que puede, como puede y desde donde puede. Y a todo trapo es ser lento. Así que a veces, el instinto, la suerte y el oficio se confabulan para que cuadre todo. Y una foto así, una foto encomiable a todas luces y que tendría que haberte llevado media mañana, las has logrado en treinta segundos. Que son demasiados, porque ya llegas tarde al ayuntamiento, a Riazor o a la alcantarilla que desborda fecales a borbotones al otro lado de la ciudad. Ser bueno, es ser puntual.


Decía Goethe, entre libros de adolescentes suicidas y de diablos cachondos y normales, que el talento se cultiva en la calma, y el carácter en la tempestad.


Pues lo de la tempestad diaria es lo nuestro, así que carácter tenemos un rato. 


En realidad, nunca ganaremos un Pulitzer, ni por supuesto ninguno de los otros grandes premios de fotografía que existen. Nuestras cabezas no están diseñadas para la gloria, nuestras aspiraciones resultan ser más mundanas y cotidianas. 


No pretendemos cambiar el mundo, ni abrirle los ojos a la sociedad, ni denunciar las terribles desigualdades existentes en la economía contemporánea. Nuestras fotografías no aspiran a parar una guerra.


La guerra la llevamos dentro.


Dentro de diez, de quince o cien años, la gente verá alguna de nuestras fotos en alguna página de periódico amarillenta, guardada en una caja como si fuese un tesoro, o pegada en la pared de un oscuro y húmedo retrete de un bar. Tal vez enmarcada. Y quizás alguien se emocione contemplándola por algún motivo que habita en su alma y que nosotros jamás llegaremos a conocer.


Tal vez hasta le arranquemos unas cuantas lágrimas o unos cuantos recuerdos.


Ese, al final, es nuestro premio. Nuestro gran talento.

El ojo público | Fotografiando hadas

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