“Fueron los únicos tres días en mi vida en los que no pude comer por el olor a carne quemada”. Quién lo dice es Cristóbal Atienza, uno de los primeros periodistas, si no el primero que en este tipo de cuestiones la memoria después de cincuenta años no es infalible, en llegar el lunes, 13 de agosto de 1973, al lugar en el que se encontraban los restos de lo que muy pocas horas antes era un flamante ‘Caravelle’ 10-R, de la aerolínea Aviaco, que tras recorrer los más de 600 kilómetros que separan Madrid y A Coruña pretendía tomar tierra en el aeropuerto de Alvedro.
Nunca llegó a hacerlo, a pesar de que el piloto lo intentó cuatro veces. “Tres”, dice Carmen Veira, la vecina de Montrove que esa mañana, faltaban quince minutos para mediodía, desde el balcón de su vivienda se extrañaba de que un avión volase muy próximo a la ría de O Burgo.
El tercero o el cuarto, que más da, fue el intento fatídico. Un eucalipto de diez metros de alto se interpuso entre el ‘Caravelle’ y la pista de aterrizaje. Un informe pericial posterior al trágico accidente indica que el piloto, tras perder una de las alas, optó por un aterrizaje forzoso pero la fatalidad quiso que la nave se precipitase en picado sobre el ahora rehabilitado Pazo do Río y provocase la muerte de sus 82 pasajeros.
El alcalde de Oleiros, Ángel García Seoane, es otro de los que recuerda la tragedia. “Pero quen mellor se acorda é a miña muller. Ese día estaba traballando no bar da SEAT a escasos 300 metros do accidente”, señala, al tiempo que apunta que tras ser elegido regidor se encargó de ordenar la tala de todos los eucaliptos ubicados en el lugar del alto de Montrove que originó el desastre.
Tampoco su compañera en el Gobierno local, la concejala Marta Martínez, lo olvida. “Eu era moi pequena pero recordo que desde a ventana vía pasar os sacos cos cadáveres”, dice quién todavía hoy, medio siglo después, lo pasa mal al ascender a un avión.