La desigualdad social y la corrupción son dos asignaturas pendientes en nuestro país. Muchos ciudadanos asientan como algo normal la corrupción política y empresarial para el enriquecimiento económico y el progreso personal de los propios corruptos y sus familias. Es algo inherente a la propia sociedad e incluso los controles legales desplegados por las diferentes administraciones públicas, organismos o entidades privadas no impiden que se encuentren caminos poco visibles para los defraudadores y corruptos a costa del erario público.
Se creen impunes y líderes de una sociedad marcada por el poder. No hace falta mirar muy lejos para encontrarnos con casos de abusos del poder público para beneficio personal y privado. Es necesario mirar a nuestro alrededor y encontrarnos con esas viviendas unifamiliares construidas en núcleo rural o en suelo no urbanizable, o bien ese edificio de seis plantas y ático, cuando tenía licencia municipal de obras limitada a casi la mitad de la altura. Esa industria que nace instalada en un núcleo urbano, al lado de las viviendas unifamiliares, cuando tendría que estar en un polígono industrial. Adjudicación de contratos de trabajo a dedo, justificados como suscritos para personal de confianza. Algunos sobrecostes injustificados de obras que duplican las presupuestadas inicialmente. Ayudas públicas concedidas alegremente a empresas en crisis, a sabiendas de que no van a generar más riqueza ni empleo sino que están abocadas a su disolución, a corto plazo.
Estas y otras muchas actuaciones y situaciones ponen en evidencia la tradicional costumbre de la libre circulación de sobres con dinero o las múltiples adjudicaciones de obras y ayudas públicas a las mismas empresas y personas, sin que salten las alarmas de los controles públicos.