Con la izquierda, nos gobiernan desiguales empeñados en el mantra de la igualdad, esa que para la derecha no es prioridad; ese es el panorama que tenemos por delante. Mientras, al votante, parece que le diera todo igual. Pero no es así, sucede que la supervivencia del individuo iguala cruel en una batalla tan justa como encarnizada porque entre iguales, lo prioritario, es desigualar. Además, solo así es posible que avancen las sociedades que aspiran a unos márgenes razonables de progreso social.
Al hilo de esta reflexión sobre iguales desiguales, nos topamos con la fila de presidentes autonómicos: diecisiete, más el del gobierno y el jefe de Estado; único, por cierto, desigual, ni lidera gobiernos ni pastorea parlamentos. Los demás, iguales hasta el hartazgo, hacen gala de ambos poderes para un fin que es desgobernar con la pericia suficiente para victimizar a sus ciudadanos.
Algunos de estos gobiernos lo hacen con infundadas ínfulas de nación, dependiente, claro, como todos, quizá por eso de la cacareada igualdad, pero con ese plus de singularidad que dispone el hecho diferencial. Circunstancia que parece romper el principio verborreico de la igualdad, pero no es así; en ellos nada iguala más que ser todos desiguales en esa pretendida vanidad. Lo que sí se rompe es el principio de que a más desigualdad mayor desarrollo social y no lo hace porque no ordena en ello el progreso de lo individual, sino la mendicidad de lo colectivo.