Existe una manera, una fórmula más bien, de disminuir el número de los contagios diarios: no contándolos todos. Y aún otra mejor, aunque complementaria: no haciendo las suficientes pruebas diagnósticas. Una y otra se vienen practicando en algunas comunidades autónomas, y de qué forma exagerada durante las fiestas navideñas. Se diría que ha calado tanto la ilusoria especie de que la variante Ómicron provoca, como mucho, un catarrillo, y de que, encima, anuncia el fin de la pandemia, que ya no merece la pena atormentar a la gente con los números reales de contagios, que doblan o triplican los que oficialmente vamos conociendo.
Es más; llevadas de ese optimismo tramposo y forzado, algunas consejerías de Salud deslizan últimamente la idea de que la incidencia va bajando, poco pero bajando, cuando la realidad, tan tozuda y aguafiestas, expresa a su manera descarnada lo contrario: no sólo se incrementan brutalmente los contagios, sino las hospitalizaciones y los ingresos en UCI. Media España y media Europa están contagiadas, y las bajas entre el personal sanitario, el policial, el de las tripulaciones aéreas y el de trabajadores de todas clases se va compaginando con esa proporción. El ardid de que durante tres días no se hayan comunicado en España los datos globales de la pandemia, ni siquiera los irreales que se manejan, no repercute en la realidad, o si acaso, sólo negativamente.
Esto de la supuesta levedad de la variante Ómicron, que es menos letal que las anteriores por la sencilla razón de que afecta principalmente a los jóvenes, que están hechos para durar, no es sino un bulo que la sociedad, incluida una parte de la científica, ha decidido dar por cierto, pero cincuenta, sesenta, setenta fallecidos diarios por su causa lo desmienten. Podrán ser más leves sus síntomas, levísimos y hasta indetectables en muchos casos, pero ni mengua el número y la magnitud de las tragedias personales, ni anuncia maldita la cosa.
Hay levedades peligrosas, y esta de la Ómicron, tan celebrada, ha bajado la guardia de quienes deben guardarnos por celebrarla tanto precisamente. Se comprende que la tralla de dos años terribles altere nuestra percepción de las cosas hasta hacernos confundir el deseo con la realidad. Hay ganas, muchas ganas, de levedad, pero levedad, poca.