Las palabrotas

Esta semana he recibido un boletín informativo que hablaba de las palabras malsonantes y la crianza de los niños. Es del sitio al que llevaba a mi hija, que ya es una preadolescente, a actividades para bebés. Pero me parece interesante y sigo suscrita, no quiero darme de baja.


La autora contaba su experiencia personal. Tanto ella como su pareja, los abuelos e, incluso, los amigos más cercanos habían descartado usar este lenguaje en presencia de su hija, con la intención de predicar con el ejemplo y proporcionarle una buena educación. 


Sin embargo, en ausencia de palabrotas, la niña terminó por inventarlas. Contra todo pronóstico, la pequeña, si se caía y se hacía una herida en la rodilla, no decía «jopetas», «recórcholis» o, simplemente, «ay, qué daño», sino que soltaba un sonoro «oinsens», una palabra que claramente viene a sustituir a un «hostia, cómo duele» o alguna expresión similar que no implique blasfemia. 


Y es que los tacos y las palabrotas no existen porque sí; lo que ocurre es que son necesarias. 


Ya lo decía Camilo José Cela: «Hay que reivindicar las palabras malsonantes como recursos expresivos». No sienta igual mandar a alguien a tomar por culo que pedirle que se vaya a hacer gárgaras. Pocas cosas tienen un poder tan liberador como un buen «cojones». Palabras como «mamón», «capullo» o «cabrón» liberan endorfinas sin tan siquiera decirlas en voz alta; basta con formularlas en bajito, pero bien pronunciadas, o, si me apuras, con pensarlas con la fuerza suficiente. Y, por supuesto, como decía el Nobel gallego, «un carallo a tiempo es una victoria dialéctica».


El otro día a mi hija le pusieron la segunda dosis de la vacuna del virus del papiloma humano. Dicen que es dolorosa. A ella le dolió más, seguro, porque con los nervios tenía el bíceps contraído y duro como una piedra. 


Si hubiese sido hace unos años, estoy segura de que habría arrancado a llorar a gritos y sin vergüenza. Pero ya tiene una edad en la que uno no llora cuando le pinchan en el centro de salud. Así que intentó soportar la entrada del líquido aspirando aire entre los dientes. Hasta que no pudo más y soltó un «joder» con la r alargada y bien marcada. 


Como madre que, además, no usa tacos habitualmente pese a defender su utilidad, me vi en la obligación de decirle «Saraaaa» (omitiendo con la entonación el «que eso no se dice»). Pero mi interior la entendía. Porque, no seamos hipócritas, en ese «joder» se va parte del dolor. Porque pronunciar una mala palabra, insultar en un momento dado, soltar un improperio o jurar, en arameo si hace falta, forma parte de nuestro derecho al pataleo ante una situación injusta, ante algo que nos duele. 


Lo que pasa, también lo decía el autor de ‘San Camilo, 1936’ (es mi libro favorito de Cela), es que «los tacos tienen que estar en su sitio». Y por sitio entiendo contexto (no le puedes llamar hijaputa a la enfermera que te está haciendo un análisis; no es justo ni proporcional a la acción de extraerte sangre) y lugar (no está bien que tu hijo de seis años le vaya llamando gilipollas a sus compañeros del colegio). 


La cantidad también es importante. Y la frecuencia. No se trata de decir cuatro burradas cada dos palabras siempre que abres la boca. Si lo haces, las palabrotas pierden su poder reconfortante y tú puedes dar una imagen poco ilustrada. Es preferible usarlas solo cuando son necesarias, con mesura, en el momento adecuado, cuando puedan ejercer un efecto reparador. 

Las palabrotas

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