Miro aterrada el escaparate de una librería. Otra portada de espaldas. Otra más. Una mujer mira al infinito, al mar, a una mansión, a un bosque, a un castillo, a Auschwitz (lo de Auschwitz y sus costureras, cocineras, tatuadores, bailarinas, todas mirando a las alambradas o a los pabellones lúgubres da para otra columna, sin duda), a la puesta de sol, al amanecer, a una pantalla de cine, a cordilleras nevadas cual pintor romántico, a un fondo rojo sangre que augura una trama trepidante, adictiva y que no dejará descanso al lector.
He desarrollado una fobia casi tan fuerte a las portadas de espaldas como la fobia a los payasos, que me viene desde que un día mi madre me llevó unas diez veces seguidas al Circo de los Muchachos en el Palacio de los Deportes porque le habían regalado las entradas. Creo que la única forma de vencer esa fobia va a ser una gran portada de espaldas en la próxima novela de Valentina Negro. Crucemos los dedos.
Otra de mis fobias son los adjetivos delante del sustantivo. Un poco de orden, gente de las letras, que no somos ingleses. Cuando un escrito abusa de los adjetivos cursis delante del sustantivo (delicada porcelana, delicioso licor, cosas así de relamidas) los amables blogueros (ejem) suelen decir que el escritor utiliza una “prosa cuidada”, por no decir que el texto es un merengue con exceso de azúcares que provocará todo tipo de alteraciones pancreáticas en el pobre incauto. La gracia es que las portadas de espaldas suelen ir acompañadas de textos azucarados como caramelizada manzana de errante circo, así que el combo entero del terror amenaza desde el escaparate de la librería como si fuera el desván oscuro (OSCURO DESVÁN) de una película de casa encantada.
La leyenda dice que un libro con portada de espaldas y adjetivos delante del sustantivo tiene todo ganado de antemano. O eso piensan las editoras entusiastas, que a la mínima visión de una trama ancestral con bien de leyendas folclóricas y asesino en serie del rural que acaba siendo el primo segundo de la ciudad disfrazado con cuernos de alce comprados en el chino que corretea por el bosque como un poseído por el cardio entrenando la San Silvestre se van corriendo a la feria que toque con el manuscrito bien guardado y una portada de espaldas en la mente, esa portada de espaldas con niña corriendo entre el musgo, con bien de bruma azul espesa e impenetrable, los terrores milenarios acechando en cada raíz de bosque autóctono (nada de eucaliptos, amigo lector), el lobisome afilando sus garras y sus colmillos para desgarrar la tierna piel infantil, la inspectora apretando la pistola con ansia y los euros tintineando como el cuento de la lechera, no el de la criada, que ya no está de moda.
Lo que nunca pasa de moda es la historia de una mujer empoderada cuya nieta descubre en el ático de la casa indiana (viva el Modernismo siempre) una caja de lata con fotografías en las que la señora, antaño telefonista, era en realidad una espía de los aliados que ayudó a descifrar la Máquina Enigma y mantuvo una tórrida y ardiente relación sexual con un oficial alemán que conspiraba contra Hitler. Y así pasa la vida literaria, entre cabezadas y películas de tarde, portadas de espaldas y cajas de lata, espesas brumas y despiadados asesinos. Y nosotros que lo veamos. Por muchos años.