Hamás los capturó, Netanyahu los mantiene cautivos. Tal es la convicción de los familiares de los apresados en la razzia terrorista del 7 de octubre al comprobar que en el brutal ataque de su ejército a Gaza no ha primado nunca su rescate. Es más; esa convicción, alimentada por el sufrimiento más que por el acceso a una información que el gobierno de Netanyahu censura o adultera, es asimismo la de que el pueblo de Israel en su conjunto se ha convertido también en rehén de la compulsión homicida de ese gobierno que ha asesinado ya a más de 25.000 personas y herido a cerca de 70.000, la mayoría mujeres y niños.
Los familiares de los rehenes no ya tanto de Hamás como de Netanyahu, se manifiestan contra su abandono y asisten horrorizados a las salvajes acciones de los que dicen representar a su nación, Israel, ante el mundo. A su dolor se une el asco de verse involucrados, por su nacionalidad precisamente, en esas acciones que recuerdan y reeditan los genocidios de Hitler y Stalin. Como entonces, a la limpieza étnica y a la esclavización se suma el designio particular, dentro de la matanza general de palestinos, de liquidación de la élite cultural. Así, al sesinato selectivo de periodistas, profesores, abogados o médicos, se ha añadido la voladura de la mayor Universidad de Gaza, la de Al Israa, donde no había terroristas ni túneles, sino los frutos del saber.
Los familiares de los rehenes son los israelíes que mejor pueden entender la tragedia de Gaza: los suyos están allí, casi palestinos también al compartir el hambre, la sed, el miedo y la metralla con ellos, y su futuro está ligado al de ellos también. A las sevicias sufridas con su secuestro añaden las que, más crueles aún, les propina la furia irracional del gobierno ultraderechista de su país, y sus familias, que se manifiestan desesperadas ante la residencia de Netanyahu, pueden entender mejor que nadie a esas otras que tras el ominoso muro escarban en los escombros en busca de sus hijos y los hallan muertos.