“En la locura de la guerra se vuelve a crucificar a Cristo”, ha dicho el Papa Francisco al comenzar este Semana Santa en la que recuperamos la “normalidad” después de dos años. Las madres, como la Virgen María, y las esposas lloran la muerte injusta de hijos y esposos. Inocentes son inmolados sin razón alguna. Cristo vuelve a ser crucificado “en los refugiados que huyen de las bombas con los niños en los brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos”. En la locura de una guerra injustificable a la que hay que poner fin ya.
También aquí, en nuestras ciudades vuelve la Semana Santa, tras dos años de pandemia. No es una atracción turística. No son unas vacaciones, aunque muchos las disfrutemos. Es, como dice el sacerdote y periodista Antonio Pelayo, “la vivencia del hecho más trascendental y extraordinario que ha vivido la Humanidad, que Dios escogiera un día ser un niño pobre en Belén y aceptara voluntariamente su Pasión e ignominiosa Muerte para resucitarnos a todos”.
Esta Semana Santa vuelven los pasos y los tronos, las imágenes que condensan lo mejor de nuestra cultura, de nuestra fe y de nuestra historia. Se escuchará la música más hermosa jamás escrita y se sentirá de nuevo la fe popular, esa que está enraizada en nuestros corazones y que ni la creciente y promovida secularización ha logrado borrar. Decenas de miles de cofrades volverán a salir a las calles y millones de ciudadanos, creyentes y no creyentes, verán desfilar las procesiones, con el silencio y la gravedad con que lo hacen en Castilla y León, o con ese fervor desbordante con que se hace en Andalucía. La fe del pueblo que cree, la fe del pueblo que siente, la fe del pueblo que mantiene viva una tradición contagiada de generación en generación. En silencio o escuchando saetas, “coplas disparadas a modo de flechazo contra el empedernido corazón de los fieles”, como escribió el padre de Antonio y Manuel Machado. Se calcula que en España hay más de un millón de personas afiliadas a las más de diez mil cofradías y hermandades presentes en pueblos y ciudades. Ese es un muro de contención, un espacio evangelizador y una señal de compromiso frente a la secularización progresiva. Que un país se eche a la calle para contemplar los cientos de procesiones que van a recorrer sus ciudades no solo significa que las raíces siguen fuertes, sino que hay una necesidad de trascendencia y de esperanza. Tal vez hoy más que nunca. Habría que hacer mucho más para que esa espiritualidad latente no salga solo en la Semana Santa sino que de fruto de compromiso y entrega todo el año. La Iglesia tiene que salir a las periferias a buscar a los que buscan el abrazo de Dios.
La Pasión de Cristo es el misterio central de la fe cristiana, pero es también el mayor mensaje de Amor enviado a la humanidad. El del Dios que se hizo hombre para dar su vida por todos los hombres. Por los hombres que dudamos. “Ser hombre, decía José Luis Martín Descalzo, es solamente/ tener unas pocas certezas, /tres o cuatro. O tal vez una sola: la de saberse amado/ Saber que aunque la muerte fuera inútil/ alguien nos amará/ alguien del cielo o de la tierra”. La certeza de que podemos refugiarnos en el Cristo del Amor y del Perdón. La certeza de que vamos a ser acogidos.