Coges tu coche. Metes al niño detrás en su sillita. Sales al centro comercial a hacer la compra, que por la mañana has estado en el trabajo y no te ha dado tiempo. En el centro comercial hay cajeras, reponedores, encargados, administrativos, dependientas, limpiadores, tiendas, supermercados, ferreterías, floristerías. Llegas al parking, aparcas, sacas al niño y te diriges a hacer la compra que te falta. Quieres hacer puré de calabaza. Al niño le encanta y a tu marido también. Te llama tu marido por teléfono. Él sale en ese momento de su trabajo en un polígono y comenta que hace viento, pero no llueve. En poco rato os veis en casa. Compras la calabaza cortada, el puerro, las cebollas y la nata. Un poco de nuez moscada le ira bien, piensas, mientras el niño señala unos juguetes de Halloween y unas golosinas llamativas de chocolate. También al carro. Total, un poco de azúcar de vez en cuando no viene mal, ya lo cantaba Mary Poppins.
Mientras tanto, un camionero se acerca a Valencia por la A3. Escucha en la radio que ha terminado la alerta roja por lluvias. Llueve y eso ralentiza un poco la circulación. “DANA”. Ahora le llaman DANA a la gota fría de toda la vida. Piensa en su abuela que está en una residencia y hace tiempo que no la ve, ese fin de semana que tiene libre sin falta subirá al pueblo a llevarle algo, unas revistas, un ramo de flores. Sus padres, Amparo y Vicente, ya jubilados, pasan los días en la casa encalada, jugando a la escoba, calcetando o dando un paseo en el viejo Peugeot que Vicente conserva como una reliquia.
Sales del centro comercial, vas al parking. Colocas la compra. El niño juega con el murciélago de goma y ríe. Te diriges a la salida. Hay muchos coches, es hora de salida del trabajo. Paciencia. Poco a poco sales del subterráneo y coges el desvío a la urbanización en la que vives por la A3. Es de noche. Notas el viento en ráfagas. De pronto, una tromba marrón y furiosa se abalanza sobre la calzada. La riada es como un brote de lava que aparece de la nada y empieza a crecer y crecer. El corazón palpita y se sale del pecho, el niño deja de jugar y nota que pasa algo. El agua sigue subiendo y la fuerza inmensa amenaza con arrastrarlos a los dos. Gritas. Llamas a tu marido, pero no hay respuesta. El coche empieza a flotar y el agua lo maneja como si fuera un barco de papel mojado. Al fin se engancha contra un camión blanco y enorme.
El camionero ve a la mujer pidiendo auxilio. Logra abrir la puerta de la cabina y le lanza el cinturón de seguridad. Ella, con el hijo en brazos, se agarra con la desesperación que da la cercanía de la muerte, como una leona con su cachorro. Consigue trepar. Los tres se refugian en la cabina, que chorrea lodo y agua. No hay cobertura. No hay luz. Todo es oscuridad y un mar de agua que a veces deja ver algún cuerpo flotando, algún coche a la deriva. Cuando al fin los rescatan al amanecer, el teléfono del marido sigue sin dar señal. El camionero logra contactar con sus padres: Amparo y Vicente han sobrevivido, pero el Peugeot está convertido en un amasijo de hierros y cables. Mientras toma un café con leche, aterido, en un hospital, ve como el agua ha llegado a la cintura de los abuelos en una residencia de ancianos pero las auxiliares han conseguido subirlos a todos a la primera planta y ponerlos a salvo.
No puede evitar que le caigan las lágrimas. Luego ponen las noticias y salen los políticos. Y las lágrimas dan paso a otras emociones. Respira hondo. Ha perdido el camión, pero otros lo han perdido todo.