Lucena (Córdoba) es considerada “la perla de Sefarad” pues alberga la mayor necrópolis judía medieval hallada en Europa y judíos de todo el mundo se acercan a rendir culto a los más de 400 antepasados enterrados en el cementerio “Eli Ossana”, que conserva elementos rituales funerarios de esta religión.
El responsable de Patrimonio Histórico municipal, el arqueólogo Daniel Botella, responsable también del museo local, recorre con Efe las más de 400 tumbas y explica que los restos humanos fueron hallados en 2007 y tras un estudio antropológico fueron reenterrados en 2011 por rabinos según el ritual fúnebre judío, por el que se cubrieron con tela blanca con las manos previamente purificadas en una fuente de la entrada, donde unos paneles explicativos repasan la historia de los judíos de la Península ibérica, los sefardíes que fueron la comunidad dominante entre los años 1000 y 1050 en Lucena.
En el año 1050 Lucena era una ciudad amurallada donde musulmanes y cristianos no podían acceder a la urbe donde vivían unos 2.500 judíos en lo que fue un núcleo cultural importante, “cuna” del conocimiento y saber hebreo en disciplinas como la poesía, medicina, religión, filosofía, alquimia y lenguas. Allí estudio el filósofo judío cordobés por excelencia, Maimónides.
Entre los cuerpos destacan los restos humanos de un judío lucentino de unos 30 años que pudo padecer gigantismo pues medía 2,20 metros. Según el arqueólogo, el hombre fue depositado en una fosa excavada un día después de su muerte, envuelto en un sudario y con la cara mirando a su ciudad sagrada, Jerusalén.
Además de la orientación del cadáver, el director de la Casa Sefarad de Córdoba, Sebastián de la Obra, historiador, bibliotecario y documentalista, explica que en el origen del significado de la muerte para la tradición judía está la imagen de un moribundo Jacob que en su lecho de muerte va colocando su mano sobre la cabeza de sus hijos, los bendice y los despide. Antes del fallecimiento, para aliviar el dolor de la despedida, se canta un texto, el “Ygdal”, compuesto por Maimónides y que contiene los trece principios básicos del judaísmo.
Una vez producido el fallecimiento, se lava el cuerpo del difunto, se purifica y se seca con suavidad el cadáver para terminar envolviéndolo en un paño de lino blanco. En el cementerio, acompañados por familiares y amigos y frente a la fosa, que se tiene que abrir el mismo día del enterramiento, los asistentes arrojan pequeños puñados de tierra de “Eretz Israel” (procedente de Israel). Una vez enterrado, se recita el “Kadish”, una de las oraciones más antiguas del judaísmo, un texto de santificación y que “es el mayor honor que un hijo puede realizar a sus padres”, explica De la Obra, quien añade que tras esto, se inicia la semana de duelo y luto. l