Reconozco que desde que empezó la peste que nos arrasa-allá por marzo del pasado año-, he tenido que reinventarme mentalmente varias veces para no desfallecer.
Supongo que, a estas alturas de encierros intermitentes, ilusiones truncadas, vacunas fallidas y tomaduras de pelo; quién más o quien menos ve la vida a ratos como si lo único importante fuese ir trampeando hasta llegar a la guarida, para lograr sobrevivir.
La gran duda comienza cuando los cerebros más activos y menos entretenidos a falta de quehaceres permitidos; comienzan a preguntarse cuándo será el fin de todo esto; porque el cómo resulta cada vez más indiferente.
Estamos demasiado fatigados a nivel emocional para convertir en una fiesta el fin del infierno.
Todas aquellas fantasías relacionadas con la cantidad de cosas que íbamos a hacer cuando la pesadilla terminase, comienzan a dar igual para dar paso a un único deseo: que termine ya. Que la rueda empiece a andar. Que tengamos suficientes vacunas. Qué sean efectivas. Q los caraduras desaparezcan. Que las restricciones se vayan abriendo progresivamente y que podamos volver a vivir en libertad.
Durante años se nos ha hablado de la importancia de gozar de derechos tan esenciales como el de ser libres. Nos lo repetían mientras no éramos realmente capaces de valorarlo porque siempre lo habíamos sido. Y, ahora, de pronto conocemos el significado de la esclavitud de un sistema en el que estamos atrapados y del que no podemos huir ni con todo el oro del mundo en nuestras alforjas, básicamente, porque en ningún lado nos querrían.
Así que bajamos las orejas por culpa de un bicho que parece ser que nació en un mercado chino, acatamos órdenes cambiantes y vamos viendo como nuestro derecho más fundamental se ve completamente condicionado por los diversos toques de queda, la prohibición de reuniones, los cierres del comercio no esencial y la ausencia de vida en bares o calles.
Quizás, para evitar futuros problemas derivados de otras pandemias o similares, deberíamos plantearnos descubrir un verdadero nuevo mundo en el que todo estuviese preparado para poder emigrar si la ocasión lo requiere.
Sugiero ir habilitando los fondos de los mares para poder sobrellevar abajo las penurias de arriba... claro que, quizás, los peces tampoco nos acepten por sus feudos, probablemente, porque la mayor pandemia de todos los tiempos somos unos seres humanos que nos hemos empeñado en hacer nuestro un sistema que llevaba miles de años funcionando sin nosotros.