Revueltas corren estos días las aguas en las instituciones comunitarias. Por una parte, el fiasco de las vacunas, cuya compra ha corrido a cargo de la Comisión Europea y que van llegando pocas y tarde. Por otra, el viaje del jefe de la diplomacia a Rusia, que se ha saldado con la percepción generalizada de que la UE ha salido del envite como perdedora.
Sus máximos responsables han reaccionado de distinta manera. En el primer caso, la alemana Ursula von der Leyen, ha estado humilde y reconocido que la CE que preside fue demasiado optimista con la capacidad de producción por parte de las farmacéuticas. En el segundo, el español Josep Borrell se ha mostrado visiblemente molesto, escasamente autocrítico y hasta bravo de más ante la lluvia de reproches recibidos.
Centrados como estamos en ese virus chino que muta insidioso e imprevisible, el episodio de Borrell hubiera pasado aquí más desapercibido de no haber sido por la irrupción en escena, con los insoportables aires de superioridad moral que lo caracterizan, del vicepresidente de lo social, Pablo Iglesias.
El también líder de Podemos tomó como pretexto las palabras del ministro de Exteriores ruso para cuestionar la plena normalidad de nuestro sistema democrático y sumarse a las tesis de Moscú en el sentido de que en España hay presos políticos. Con todo, no le ha faltado parte de razón a Iglesias: si un vicepresidente dice que en el país de cuyo Gobierno forma parte no hay plena normalidad democrática, o tiene que dimitir o tienen que destituirlo. No una cosa ni otra han sucedido. Eso sí que es lo anómalo.
Pero a lo que íbamos. El alto representante de la Unión Europea para Asuntos exteriores y Política de seguridad (léase, Josep Borrell) acudió a dicho encuentro en Moscú con el propósito de mejorar el diálogo y las relaciones de la Unión Europea y Moscú, que atraviesan horas bajas, agravadas con la última expulsión de tres diplomáticos europeos. Pero también, para expresar sin ambages el rechazo de Bruselas al intento de envenenamiento, detención y condena del opositor Navalni.
El horno, pues, no estaba para bollos y por eso se ha calificado cuando menos de inoportuno el desplazamiento del jefe de la diplomacia comunitaria. Parece ser también que éste hábil no estuvo para obtener lo mejor de su interlocutor. Inoportuno y blando, se le ha achacado.
Tampoco pueden olvidarse –alegan otros- las dificultades de los Veintisiete para establecer una postura común. Mientras conservadores y países del Este y del Báltico apuestan por endurecer las sanciones, Alemania y Francia optan por preservar las vías del diálogo. Después de la insólita decisión de haber renunciado a la energía nuclear, Berlín, por ejemplo, está redoblando sus conexiones energéticas para el imprescindible gas que cruzando el fondo del Báltico le llegará a la puerta de casa desde Rusia. Como para no andarse con tiento.