václav Havel, unos días antes de ser elegido Presidente de Checoslovaquia en Diciembre de 1989, dijo al periodista Carlos G. Reigosa, que éste recoge en su libro “La vida de otro” que, “bajo el comunismo aquí perdimos la esperanza pero no la necesidad de la esperanza”. La esperanza es el antídoto más eficaz contra el fatalismo o la creencia de que “las cosas pasan porque sí”.
Y esa necesidad es la fuerza que mantiene vivo el espíritu de libertad que anida en todo ser humano.
Hay, pues, que desechar de nuestro ánimo el grito desalentador que preside el Infierno de Dante, donde se condena a “dejar o abandonar toda esperanza”; “lasciate ogni speranza o voi ch’entrate”.
Quien no siente la necesidad de la esperanza es un ser que se da por vencido antes de emprender la lucha.
La esperanza mantiene vivo el ánimo y despierto el espíritu. Cuando se pierden, dejamos que a la esperanza le sustituya el instinto, que tiene más de irreflexivo e irracional, que de racional.
Un hombre “desesperado” es un barco solitario y a la deriva, abandonado a la suerte de las olas y sin rumbo fijo ni puerto seguro de destino, abrigo o arribada. Sin esperanza el ánimo se encoje y la personalidad desaparece.
No puede extrañarnos que, ante la falta de esperanza y, sobre todo, la ausencia de su necesidad, el hombre “desesperado” recurra en ocasional al suicidio. Este último recurso supone renunciar a la vida, pues vivir sin esperanza equivale a morir en vida. Tampoco es aconsejable actuar a la “desesperada”, es decir, temeraria y peligrosamente.
Cuando en el lenguaje coloquial se dice que “la esperanza es lo último que se pierde”, se quiere expresar que, perdida la esperanza, los seres humanos ya no tienen nada más que perder porque lo han perdido todo y ni siquiera les queda el consuelo, la conformidad o la resignación.
Partiendo de la evidencia de que “no hay espera sin esperanza”, el famoso médico humanista Laín Entralgo, sostiene que “el hombre es un ser que, por imperativo de su propia constitución ontológica, necesita saber, hacer y esperar”. Un hombre sin esperanza, dice, “sería un absurdo metafísico, como un hombre sin inteligencia o sin actividad”.
Confirmando su reflexión humanista acerca del oficio de curar, afirma que “dicho oficio debe tener en cuenta que si aspira a ser profundo es a condición de ser “dispensador de esperanza”, que distingue y ennoblece al médico.
Siguiendo la anterior corriente esperanzadora de la salud y de la vida, la ciencia y el arte de curar deben seguir el itinerario hipocrático de curar, si no se puede curar, aliviar y si no se puede aliviar, consolar; pero todo ello, dentro de la esperanza que debe acompañar la vida del hombre como su sombra al cuerpo.