El primer cántico navideño de la historia, con el que se fijó para todos los tiempos el sonido interior de la solemnidad que celebra el orbe cristiano, no proviene de seres humanos. En el evangelio de la misa de medianoche, san Lucas nos lo transmitió como el canto de los ángeles, que fueron los “evangelistas” de la Nochebuena: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
Los primeros testigos, más aún los primeros destinatarios de esa buena nueva del mundo que se abría fueron los pastores, que en aquel tiempo constituían la parte despreciable de la sociedad. Eran considerados una especie de ganado, incapaces, por tanto, de cumplir la Torá, la ley judía, y excluidos de las promesas masiánicas.
Por eso, cuando oyen el anuncio de que ha nacido el Mesías sienten un gran temor: “Timuerunt timore magno”; “Levaron un gran susto”, de acuerdo con la traducción gallega. Según los profetas, este iba a ser un día grande y terrible, tanto más para aquéllos que no vivían la ley de Moisés. Pero su gran descubrimiento fue que también para ellos había nacido un salvador que no provocaba miedo.
De ahí, sin embargo, el sentido profundo de la adoración de los pastores: la salvación que Dios hecho hombre traía estaba destinada a todo hombre y situación. Era universal. Y por eso eligió manifestarse a personas de distinta condición: los pastores que eran israelitas, y los magos, gentiles.
Como documenta en uno de sus escritos el papa emérito Benedicto XVI, el 25 de diciembre era y sigue siendo la fiesta de las luces; la celebración que recuerda que, en ese día del año 165 a.C., Judas Macabeo retiró del templo de Jerusalén el idolátrico altar dedicado a Zeus que años antes había hecho erigir el rey sirio Antíoco.
A partir de tal jornada Israel dató su renacimiento. Y el evangelista Lucas viene a hacer una cronología de profundo significado a través de cuyas dataciones sitúa el nacimiento de Jesús en la noche de las luces, que se convirtió así en la fiesta cristiana de la Navidad.
El evangelio narra escuetamente el acontecimiento. No obstante, no deja de subrayar dos detalles: el lugar del mismo, Belén, y la pobreza y desamparo materiales que lo acompañaron. A juicio de los comentaristas del texto sagrado, ambas circunstancias son también lección de Dios que se sirve de los sucesos de la historia humana para que se cumplan sus designios.
De los pastores dice el evangelista que fueron deprisa a comprobar in situ el anuncio:“Venerunt festinantes”; “Foron a correr”. Y es así como el “Adeste fideles”, que desde finales del siglo XVIII es considerado como el villancico por excelencia de estos días, nos invita a los cristianos a hacer simbólicamente: “Et nos gradu festinemos”. Esto es, apresuremos el paso. “Ovanti”: alegres y contentos, como corresponde. Es Navidad.