“EL PADRINO”

“Esa es mi familia, Kate. No soy yo”. Y tres horas más tarde: “Michael, ¿es cierto?”. “No”. 1972. Francis Ford Coppola, tras uno de los rodajes más complejos que se recuerden, del que era despedido y contratado de nuevo en horas veinticuatro, firma una de las mejores películas de la historia. Y entre su pléyade de aciertos, uno capital. Descubrir a Al Pacino.
En su debut, que arrancó con una cima ya insuperable, Pacino era un actor del método. Su futura personalidad, sus manierismos, su voz siempre poderosa y raspada estaban lejos aún. Pacino se diluye en Michael Corleone y deja que este personaje complejo, lleno de contradicciones, se apodere de él. ¿Y cómo es Michael Corleone? En la primera hora de metraje, un buen chico. Un héroe de la Segunda Gran Guerra con estudios que aspira a convertirse en la oveja blanca de una familia de ovejas negras. La promesa que le hace Kate, su futura esposa, el “No soy yo”, es una promesa que Michael se cree, que piensa cumplir.
Pero hay un Corleone dentro de Michael y este se manifiesta por primera vez cuando vela a Marlon Brandon en el hospital. Y el Corleone que habita a Pacino no es un Corleone como el de su padre, calculador pero honesto. Ni siquiera como su hermano Sonny, el ruido y la furia de su familia, pero un hombre de gran corazón. El Corleone de Michael es un hombre hueco, un asesino sin piedad. En su seno, lleva el vacío estelar. Michael habla a susurros, pero estos aterran más que cualquier grito de Sonny. Michael no sonríe apenas, y cuando lo hace uno puede ver que es una sonrisa muerta, pues hay otro nuevo ser bajo la piel que ha abandonado la humanidad. Michael mira con los párpados medio cerrados, pero su mirada hace temblar tanto a sus enemigos como a sus seres queridos. Michael lleva la marca de Caín. Y cuando quiera arrepentirse de sus pecados, será demasiado tarde.

“EL PADRINO”

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