Comentaba hace unos días, a propósito de otro asunto, la infinita piedad que me provoca el turista como ser que teniendo la capacidad para acceder a múltiples maravillas y pudiendo tener mucho en materia de conocimiento se queda rascando la superficie como un chimpancé el culo. Fotos por aquí y por allá. La gente no viaja para nutrirse de cultura y culturas, de paisajes y paisanajes, de costumbres. Lo hace sólo para sacar fotos. Una pena, porque en un mundo globalizado, donde todos hacemos, pensamos y nos agilipollamos más o menos lo mismo, aún existen paraísos ocultos, aunque a la vista. No hace falta irse al quinto diablo, muchos los tenemos justo al lado.
Pero nada, la cámara del turista no deja nada a la imaginación. Nadie que haya ido a un determinado sitio –ya sea a 30 o a 3.000 kilómetros– cuenta ya historias con aires de bruma y misterio; o jocosas aventuras y sucedidos en un viaje que con el tiempo han de irse difundiendo y alterando, deformando o cambiando hasta convertirse en una leyenda. Todo de palabra y sustentado, a lo sumo y si procediera para dar verosimilitud a la narración, en una decena de sobrias fotografías.
No. Ahora los turistas no viajan. Van a los sitios. A la vuelta desenfundarán sus fotos ante cualquier alma cándida y desprevenida para glosar lo evidente: “Aquí estamos en la mezquita de Iznogouz”. “Aquí, un perro en una calle de Nueva Delhi”. “Ésta es muy graciosa. Estoy sujetando a Marisita delante del Kremlin y casi se me cae”. “Aquí Marisita encima de un camello”. “Marisita encima de un burro con un sombrerillo de paja (el burro)”. “Marisita en un teleférico...”. “Aquí con una pareja de recién casados de Azuqueca que conocimos en Zimbawe. Ella era simpatiquísima; él era más seriote, pero buen tipo. Muy agradables. Congeniamos e íbamos a todas partes juntos. Aquí estamos cenando en un lugar típico. Buena comida. Muy fuerte. Marisita vomitó. Lo pasamos muy bien... Nos dio mucha pena despedirnos de ellos, pero quedamos en llamarnos algún día”...
Hsta hace poco sólo tenías que aplicar una gran dosis de paciencia para verlas pasar una a una impresas en papel (en principio, aliviados por la limitada la capacidad del carrete, pero descorazonados cuando anunciaban que eran doce los que habían hecho).
Pero la maldita tecnología nos tenía reservada todavía una amarga sorpresa: las cámaras digitales y sus tarjetas de memoria. Y nos obligarán a ver, demudados por el terror, millones de instantáneas de una tacada. Con cara de póker. La sonrisa, forzada y cincelada por la más elemental educación, devendrá en un grotesco rictus ante la cruel tortura que supone ver desfilar una a una todas las ocurrencias de los turistas, sus bermudas, sus chanclas y viseras. Lo peor, tal vez, serán las quinientas once fotos de Marisita posando en cuatrocientas siete posturas diferentes en una plaza de Verjoyansk.
Eso es malgastar un viaje. Como un Parlamento con citas evangélicas.