“Michael, ¿es que quieres destruirlos a todos?”. “Solo a mis enemigos, Tom, solo a mis enemigos”. Michael toca fondo en “El padrino II”. El hombre que conocimos en la boda de su hermana ha desaparecido. Ha sido devorado por un monstruo que solo piensa en cómo acabar con todos los que aspiran a usurpar su trono. El objetivo de su padre, salir del cenagal y que la violencia ya no fuera una necesidad. El de Michael, ser el rey del pantano. Que no quede nadie vivo que le pueda disputar la corona. La progresiva decadencia existencial de Michael va convirtiéndolo en un ser helado, propio de un Cronenberg, para el que no parecen existir las emociones. Pacino interpreta esa gelidez sin condiciones, en las antípodas de lo que será su futuro trabajo. Michael no sonríe casi nunca. Y la única emoción que es capaz de demostrar es la ira, en la secuencia colosal de la película, cuando Kay le desvela que ha abortado a su hijo, porque no desea traer al mundo a otra criatura que tenga que entrar en la rueda de horrores en la que se ha convertido la vida de los Corleone. “Y era un varón, Michael. ¡Era un varón, era un varón!”.
Coppola filma el contraplano del rostro de Pacino que muestra algo que va más allá del odio. Es una rabia tan brutal que sus ojos parecen salirse de las órbitas y los labios le comienzan a temblar antes de abalanzarse contra Kay y golpearla. En realidad, lo que hiere a Michael es saber que merece ese castigo; que, a diferencia de su padre, y por mucho que quiera engañarse, no está luchando por mejorar la posición de la familia. Está alimentando a una bestia que solo puede traer desgracia y muerte para sí y para los suyos. En una secuencia, Michael le pregunta a su madre: “¿Es posible perder a la familia? Quiero decir, ¿a toda la familia?”. La respuesta, en el desenlace, un Michael sentado en un banco. Solo. Contemplando la nada.