Toda ley que no contenga un ideal ético de justicia es ilegítima, pues lo que es legítimo puede deslegitimarse pero lo ilegítimo no se puede legitimar. Así lo entendieron los juristas romanos y se mantiene en el derecho actual, cuando se afirma que lo que es inicialmente nulo, no puede convalidarse por el transcurso del tiempo.
También en las fuentes del derecho romano, considerado como la razón escrita, se encuentran antecedentes elocuentes de que “no todo lo que es lícito es honesto”, como decía Paulo, y que el derecho es el “arte de lo bueno y de lo justo”, según Celso.
Según lo expuesto anteriormente, puede afirmarse que lo legal se legitima por la justicia y, cuando esto no ocurre, surge la llamada desobediencia legítima o la obediencia deslegitimada.
Como enseña Montesquieu, “una cosa no es justa por ser ley. Debe ser ley porque es justa”, y conforme a los principios clásicos de “vivir honestamente, no dañar a otro y dar a cada uno su derecho”, el propio Séneca afirmaba que “lo que las leyes no prohíben puede prohibirlo la honestidad”.
Para el sociólogo alemán Max Weber, el problema de la obediencia se encuadra en la autoridad legítima de los gobernantes, según que sean elegidos por la mayoría y ejerzan el poder desde una versión legalmente establecida o el poder basado en la superioridad. Con este criterio distingue la legalidad de la legitimidad, proclamando la superioridad de ésta sobre aquélla.
Con base a esos principios, Fernando de los Ríos sostenía que, “en una autocracia, la desobediencia es un deber; en una democracia la obediencia es una necesidad”.
A este respecto, merece citarse, sin olvidar a Gandhi, el ejemplo de Martin Luther King, líder del movimiento de la desobediencia civil no violenta, asesinado hace más de de medio siglo y cuyas principales ideas sobre el tema eran: desobedecer algo que indiscutiblemente sea injusto; no usar nunca la violencia, agotar antes todos los recursos legales; aceptar el castigo legalmente impuesto y aceptarlo como justificante de la denuncia.Ese comportamiento tuvo en el filósofo griego Sócrates el ejemplo más elocuente, al aceptar como primer deber del ciudadano su condena a muerte, pese a ser injusta, y preferir cumplirla a aceptar la huída que le proponían y facilitaban sus discípulos.
En el caso anterior, merece especial mención la respuesta que el sabio ateniense dio a su mujer Jantipa cuando, al reprocharle aceptar una sentencia injusta, le replicó diciéndole si prefería que la condena a muerte fuese justa. Su ejemplo pasó a la historia por dar testimonio con su vida de la injusticia cometida con su muerte.
El propio Sócrates había dicho que es peor cometer una injusticia que padecerla, porque quien la comete se convierte en injusto y quien la padece no.
Si la letra mata y el espíritu vivifica, no puede extrañarnos que Montesquieau publicase su obra más importante con el título “El espíritu de la leyes”.