Dos son los sentimientos que suscita el poder, según se trate del que lo tiene y lo puede perder o del que no lo tiene y lo quiere alcanzar. En el primer caso, la pérdida del poder o el temor a que eso suceda produce angustia, preocupación y, lo que es peor, no reconocer que el poder es temporal y sujeto periódicamente en las democracias a su renovación o cese. Y para el que aspira a conseguirlo, le provoca ansiedad y urgencia.
En ambos casos respectivos de temor y urgencia, la prudencia y la sensatez política, no se producen por la resistencia de unos y la prisa de los otros. Esta situación acentúa el clientelismo y el populismo de los que gobiernan y el mesianismo de los que aspiran a gobernar. Aquellos se erigen en padres de la patria y éstos en sus verdaderos salvadores.
En esa situación, prevalecen los sentimientos sobre la razón, los intereses personales y de partido sobre la necesidad de acuerdos y pactos de Estado.
Como se sabe, para diagnosticar una enfermedad y recomendar su tratamiento adecuado no basta con analizar sus síntomas; es necesario aislar a los agentes que los provocan, pues la enfermedad cesa si se eliminan las causas que la producen.
Para conseguir los acuerdos necesarios, los interlocutores más adecuados no son los que se creen en posesión de la verdad o en la infalibilidad de sus decisiones. Sin abdicar de la soberbia intelectual o política no es posible entendimiento alguno. Los políticos no son oráculos de la verdad. Representan al pueblo y su palabra debe ser la voz del pueblo y no la de sus intereses o conveniencias personales. Pero los acuerdos y el consenso no se logran por la supremacía de unos sobre otros, sino por la común renuncia a sus posiciones extremas.
El apego al poder es tan nefasto como pretender alcanzarlo a toda costa. Duele más perder el poder después de haberlo tenido que no haberlo alcanzado. De ahí nace la erótica del poder, pues si su ejercicio desgasta, más desgasta la oposición.
El actual gobierno socialista en minoría de Pedro Sánchez, surgido de una moción de censura ganada con el apoyo de los grupos parlamentarios más heterogéneos nos demuestra que, actualmente, poder es compartir, pactar y acordar y que no cabe el poder de una persona ni de una o dos fuerzas políticas; que no hay mayorías absolutas ni bipartidismo; hay pluripartidismo. También conviene recordar que la regla de oro de la democracia no consiste en convencer a todos, sino a la mayoría. Todo esto explica porqué la política puede definirse como la lucha por el poder. La voluntad de poder, como decía Nietzsche, es, incluso, superior a la voluntad de vivir, a la que se refería Schopenhauer.
La situación actual nos recuerda lo que el citado Nietzsche decía sobre regatear y chalanear por el poder que convertía el poder y su ejercicio en una subasta o mercadeo donde los políticos se convierten en mercaderes y ya se sabé cómo éstos fueron expulsados del Templo, según la Biblia.