Hace once años hubo algo que no sucedió –eso es lo que, en un prolijo discurso, nos contaron–. Y nada pudo haber pasado si nada hubo, por lo que, además, en antecedencia, no debió de haber causantes ni responsables de lo que no pasó. Entonces, si nada aconteció, de nada podemos acusar a quien nada hizo o dejó de hacer. En lo que no pasó, no se pudo intervenir.
Así habló la Ley, aunque muchos nos maliciemos que calló la Justicia. Cuestión de criterios. La sentencia ha caído mejor o peor según las partes. Mal en general, pero con una explosión de júbilo y gallarduelas de los perillos falderos restregándose en la pierna de su amo cuando supieron que lo que ellos entienden por Justicia exoneró a aquel Gobierno de Aznar por la gestión del accidente del “Prestige”. Sorprende, al margen de que se esté o no de acuerdo con la sentencia, que eso sea lo único que parece importarle a los que la ideología les ocluye el espíritu crítico, y que han pasado al contraataque desempolvando viejas tesis con las que desacreditar a los movimientos que denunciaron una bellaquería, acusándolos de sectarios y de obedecer a espurios intereses políticos. No quieren acordarse de la incuria de tales gestores en aquellos días; del arrogante desprecio que tuvieron con los ciudadanos, que no salían de su asombro al ver lo que hicieron y lo que no hicieron aquellos en quienes habían depositado su confianza. No habrá habido delito según la Ley, pero la Justicia ciertamente debería castigar la burla y la incompetencia. O al menos dejar constancia de ello.
Por lo demás, nada nuevo. Lo que se presumía un paripé, devino en coña marinera. Al final, una sentencia meliflua y etérea resultante de una farragosa instrucción. No hubo culpables, no hubo responsables. Apenas actores. Tres líneas más de letanía jurídica y no habría habido ni catástrofe, ni accidente ni tan siquiera barco. No pasó nada.
De hecho, no hubo desastre ecológico, a tenor de lo que cuentan algunos avezados pescadores de malecón, determinados beneficiarios de indemnizaciones y galloferos profesionales. Lustrosas merluzas, percebes inmensurables y nécoras sublimes. Hay quien dice que si se las embridase, hasta podrían valer como montura las centollas. Galicia es ahora el reino del Preste Juan. Una bendición negra que llegó por el océano y nos trajo prosperidad, paseos marítimos y la promesa de un parador nacional.
Así que no deberíamos pedir la cabeza de aquellos que no plantaron cara al problema. Ni dieron la cara. Porque no pasó nada. No se presentaron porque no había por qué hacerlo. Eran, por tanto, impresentables.