Pues claro que el independentismo saldrá a las calles este 1 de octubre para ‘conmemorar’ lo ocurrido hace exactamente seis años, cuando desde la Generalitat que presidía Puigdemont se organizó un simulacro de referéndum. Y este 1-O Carles Puigdemont volverá a las calles de Barcelona, telemáticamente eso sí, para lanzar, sospecho, un mensaje, casi una bravata: con la amnistía no basta para ‘investir’ a Pedro Sánchez, es necesario el referéndum que seis años antes no se pudo completar. Y todo ello tendrá el significado que cada cual quiera darle, pero ocurre en los momentos de mayor zozobra e incertidumbre política conocidos desde aquel octubre de 2017, cuando tantas cosas giraban, como ahora, en torno a un hombre llamado Puigdemont.
Yo estaba allí, en Barcelona, enviado especial, contemplando en aquella madrugada desde mi habituación en el hotel cómo TV3 trasmitía la ocupación de los colegios que iban a convertirse en colegios electorales, la llegada de las urnas clandestinas que ni la policía ni los servicios secretos detectaron, luego las primeras cargas cuando llegaron los furgones policiales y de la Guardia Civil. Estuve en las colas de votantes y comprobé que un colega, que reporteaba todo aquello ‘desde dentro’, lograba votar tres veces; allí ni había los más mínimos controles ni nadie los exigía. Era casi una fiesta, pero que acabó con cerca de un millar de heridos, afortunadamente ninguno grave, y decenas de detenidos. Luego vendrían las implicaciones judiciales, esas que tantos titulares provocan ahora con la amnistía como telón de fondo.
Claro que, como dice Pedro Sánchez, las cosas hoy parecen estar mejor en Cataluña que en aquel 1-O del 17: ni cargas policiales, ni urnas ‘fake’, ni quema de mobiliario urbano. Pero, si profundizamos, puede que comprobemos que tal vez ahora estén peor. Cierto, en aquel octubre se produjo el durísimo discurso del Rey, dos días después del simulacro de ‘referéndum’ secesionista; luego, tres semanas más tarde, la declaración unilateral de independencia por parte de un Puigdemont al que le faltó el valor para, como había pactado con Urkullu, convocar elecciones en lugar de lanzar la proclama para una independencia que duró apenas unos segundos: no pudo soportar el riesgo de que le llamasen ‘botifler’, aquel despectivo insulto lanzado contra los partidarios de Felipe V en la guerra de secesión española y que es lo peor que se puede llamar a un independentista. Y el entonces molt honorable president de la Generalitat precipitó la desgracia, incluida la suya propia.