No creo que Barbie sea una magnífica película. Tampoco demasiado mala ni demasiado original. Lego, Playmóbil, Transformers, Toy Story, G.I. Joe… la lista de películas de juguetes es amplia. Incluso la propia Barbie ha tenido varios títulos menores que preceden a este éxito descomunal de taquilla. Por cierto, un éxito no mucho mayor que el de Super Mario Bros. El film de Greta Gerwig es algo histriónico, lento por momentos y con sobreactuaciones entre lo infantil y lo bochornoso, como la Mel Ferrer. Siendo correcta en alguna que otra cuestión cinematográfica, donde borda la excelencia es en su estrategia de marketing, con una campaña de promoción y un sentido de la oportunidad envidiable en cuanto a su discurso, nivel intelectual y público objetivo: para “anti Barbies”, para “pro Barbies”, para madres que jugaron y para hijas que, ahora sí, jugarán.
Claro que su presupuesto estratosférico, unos 130 millones, sirve de excusa para no compararla con cualquier película española. La Sociedad de la nieve, de Bayona, la más cara del año, dispuso de la mitad. Cerrar los ojos, de Erice, cinematográficamente una de las mejores de 2023, contó con menos de cinco millones.
Pero, además del dinero disponible, importa cómo utilizarlo. Esa es quizá la diferencia más importante entre el cine español y el hollywoodiense. Con sus exiguos presupuestos, la mayoría de los productores y directores españoles se debaten entre lanzar un producto comercial bobo o entregarse a un discurso “elevado” como forma de supervivencia. Y el mercado local se reduce a un cine flojo pero que provoca la risotada, o a las pelis “un poco rollo” pero que visibilizan cualquier causa social. Lo primero da más taquilla. Lo segundo, algunos premios y el aplauso de determinados círculos más o menos sectoriales o sectarios. Las dos opciones son comprensibles. Lo malo es que parecen excluyentes. Por el contrario, Barbie hace las dos cosas. Popular, con una calidad razonable, con discurso… y además mucha promoción. Quizá en España sobra talento técnico, incluso abunda el artístico. Pero no tanto el talento empresarial sensible al planteamiento comercial, social y cinematográfico.
Claro que hay excepciones. CampeoneX, por ejemplo, aunque al repetir fórmula perdió algo de fuelle, tuvo una buena promoción, funcionó emocionalmente y colocó un mensaje de integración. Dos millones de personas pasaron por taquilla y muchas más por las otras pantallas. Pero de los casi 300 largos que intentan rodarse en este país cada año muy pocos tienen ese enfoque, siquiera esa intención.
Tampoco es imprescindible. Toda película en el fondo tiene un discurso, aunque sea sobre las vacaciones familiares o sobre la navidad, y todas pretenden entretener de alguna manera, con la risa o con la lágrima, incluso con la llamada a la reflexión o a la comprensión empática… Pero no sé muy bien por qué tienen que ser tan idiotas las primeras y tan lentas y aburridas las segundas.
Cierto que el espectador sigue primando a los actores famosos como Tosar, que abarrota su currículo con más de 120 títulos. Claro que las salas de cine no pueden permitirse mantener en cartelera lo que no arrasa el primer fin de semana. Y además las grandes distribuidoras se centran en los principales títulos así que dejan la baratija promocional para el resto… De modo que ni es fácil ni toda la “culpa” es del productor o del director. Pero el cine español tiene un problema de estrategia empresarial.
No sé si los Goya de mañana se postrarían de hinojos ante una hipotética Barbie española. Pero entre Ocho apellidos marroquís y Matria, entre Vacaciones de verano y 20.000 especies de abejas, debería haber otro tipo de cine. Y mucha más promoción. Eso sí, creo que estamos avanzando.