Parece que han corrido todas las olas de este mar de verano, que regreso sin haber partido. Mira que pretendía haberme ido a un lugar remoto, a uno diferente y lejano que me convirtiera en eco distante. ¿De dónde no se vuelve? ¿Alguna vez nos vamos?
Los días han pasado llenos, los pretendía libres de las páginas en blanco, pero estaba postergando lo inevitable: el escritor no deja nunca de escribir, se rezaga, se demora, apenas necesita una prórroga. Tiempo.
De vuelta en septiembre me pido explicaciones. Es consolador saber que uno no descansa cuando lo necesita, sino cuando puede, y mi verano ha sido una licitación. Sin metáforas, una licitación. Ahora creo que por fin entiendo El castillo de Kafka, la novela del escritor austrohúngaro que trata sobre la alienación, la burocracia, y la frustración, aparentemente interminable, de los intentos de un hombre por incorporarse al sistema. He salido exitosa y extenuada.
No se preocupen, mi suerte no ha cambiado, sigo viviendo en el lugar donde otros veranean. Un lugar hermoso que es desierto azul en invierno, que con gusto compartimos los meses de estío. ¿No debería ser así? Escribió el poeta Fernando Macarro Castillo, más conocido por el seudónimo Marcos Ana:
«Que entren la noche y el día, y la lluvia azul, la tarde, el rojo pan de la aurora; La luna, mi dulce amante. Que la amistad no detenga sus pasos en mis umbrales, ni la golondrina el vuelo, ni el amor sus labios. Nadie. Mi casa y mi corazón nunca cerrados: que pasen los pájaros, los amigos, el sol y el aire.»
Lleva el nombre del poeta una calle de Mera. Qué bonita es Mera, un lugar natural, abierto y libre.
Mi corazón se ha quedado en casa, cerquita del faro, que antes de que todos viajáramos ya estaban los libros para acompañarnos. He leído algunos libros buenos, abriendo mi puerta a ilustres invitados. Tengo en casa a Silvina Ocampo, ese gran secreto de la literatura latinoamericana, y le he pedido que no se marche, que se quede todavía un poco más. Ha aceptado permanecer en La promesa, una novela que escribió a comienzos de los sesenta y que sometió a varias reescrituras para permanecer inédita en su vida. Se empeñó Silvina en que le hiciera hueco a Garro, y ahora no puedo dejar de atender Los recuerdos del porvenir de Elena.
Antes leí Las fuentes, uno de esos grandes pequeños libros que edita Minúscula, de la fantástica Maire Hélène Lafon, y el relato novelado de los jóvenes que viajaron a Cuba para ganarse la vida en las plantaciones de caña de azúcar. Lean Azucre, de Bibiana Candia. Lo más titánico fue hacerle espacio a Tentación, novela de János Székely. Lo hice preparando el nido. Es septiembre y no estoy forrando libros de texto. Vuelan los pájaros. Tengo que decidir de qué voy a escribirles en adelante: si de lo que me alegra, si de lo que me aflige, si de lo que observo, si de lo que pienso. Si de lo que lo leo, seguro.
Ahora tengo que regresar a casa de casa. No puedo postergarlo más.