Una suerte de mala letra, la undécima del abecedario español, la ka, con puntuación elevada, se puso a mi favor y me proclamó vencedora de la partida familiar de scrabble. En el lateral izquierdo del tablero rojo, coloqué con aplomo la palabra kafkiano. Luego tuve que defenderla recurriendo al diccionario de la Real Academia Española de la Lengua que la acredita como adjetivo relativo a Franz Kafka, escritor checo, o a su obra; y dicho de una situación: absurda, angustiosa. Gané.
Este fin de semana me llevé El castillo, novela póstuma del escritor de Praga, hijo de judíos que recibió una educación alemana, al Castillo de Santa Cruz de Oleiros. Me habían invitado a una celebración, era una fiesta de la literatura, la conmemoración de los veinticinco años del club de lectura de la Biblioteca de Rialeda. Yo era la más joven de entre todos los lectores que festejaban todo lo leído, todo lo vivido, todo lo compartido. Les mostré respeto y admiración.
La lectura compartida es la raíz de los millares de clubes de lectura que surgen por doquier. Este buen hacer de la lectura un instrumento de intercambio entre personas que trae aparejado un sinfín de buenas consecuencias, pero ellos ya lo sabían y conversaban animadamente, que conversar suele ser, decía el escritor Juan Mata, la más gustosa secuela de la lectura, o quizá su principal requisito.
Mi cometido era sencillo en apariencia, tenía unos minutos para comentar la figura del castillo en la literatura y recomendar una lectura. Estuvieron todos de acuerdo conmigo en que el castillo parece un lugar fijado en el tiempo; ruinas defendidas o lugar de ensueño, que nos es siempre evocador, distante. Desde el principio, el castillo ha sido el escenario favorito de la mitología, el folclore, los cuentos de hadas y leyendas, y todos son antecedentes de la literatura gótica más temprana, la que algunos incluyen en la literatura de terror, la encargada de simbolizar el anclaje de lo que es sobrenatural en lo cotidiano.
El día estaba precioso, el sol no quiere de miedos, continué sabiendo que los castillos están hechos para ser abandonados. Si hubo un tiempo en que ese tipo de literatura se sirvió para canalizar las historias de terror, cierto es que ahora se descuida lo sobrenatural para adentrarse en los rincones internos más complejos de la mente humana: el castillo más inexpugnable de todos.
Quise hablarles más de la desasosegante historia que esconde Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson, pero llevaba bajo el brazo el viejo libro inconcluso y póstumo de Kafka, donde su protagonista, K, anhela, sin éxito, entrar en el castillo. Tan sencilla es su premisa como compleja es esta obra de manera simbólica y metafórica.
En veinticinco años de lecturas, claro que mis acompañantes habían leído a Kafka, ¿no es acaso uno de los más relevantes escritores del siglo XX? Algunos más satisfechos que otros con su lectura, pero habían podido comentarlo en tertulia, entre amigos, entre compañeros. Quizá sea éste el valor inequívoco de la lectura, el de convertirse en vínculo social. Lo festejamos. Dentro del castillo.