Salgo de una clase de periodismo audiovisual en la que se plantean temas de reportajes y posibles enfoques. Los asuntos van desde las redes sociales y los bulos hasta la pornografía, la violencia, el acoso, las relaciones tóxicas, la prostitución, las adicciones… cuestiones siempre muy encuadradas en la agenda de información social que rodea a todos, incluidos los estudiantes universitarios que se afanaban en encontrar una orientación original a sus proyectos en el aula. Lo curioso es que todos pretendían acabar con una propuesta de solución idéntica: esto solo puede arreglarse con educación, con más y mejor educación.
Los expertos afirman que el desastre de las inundaciones se habría cobrado muchas menos víctimas si la gente tuviera más formación sobre cómo reaccionar ante una catástrofe. Que los políticos no están suficientemente preparados para valorar la información que les proporcionan los asesores e infravaloran peligros. Que las autoescuelas no enseñan a los automovilistas cómo conducir con nieve, granizo o zonas anegadas. Que no hay suficiente educación sexual, ni en valores, ni en aspectos tan prácticos o cotidianos como planchar una camisa. Faltan idiomas, programación informática, conocimientos financieros… Si nos hubieran enseñado a comer no habría tanta obesidad, colesterol e infartos. Ni siquiera tenemos la necesaria educación física para mantener sano nuestro cuerpo. Ni mucho menos la filosófica para mantener sana nuestra mente.
Todo lo solucionaría, o como mínimo mejoraría, la educación. Ya. Por eso un país como España, en realidad prácticamente toda Europa, destina menos del 5% de su producto interior bruto a esa solución global. Y la cosa no ha cambiado mucho en los últimos 30 años. Al parecer estamos de acuerdo en lo que hay que hacer para mejorar el mundo y nuestras vidas, pero no lo hacemos. Quizá porque nos falta educación.
Digo todo esto porque apenas se le ha dado importancia a un dato tan ilustrativo del problema como el que ha hecho público la Universidade da Coruña. Cerró su ejercicio económico con un déficit millonario. Y su situación tiene pinta de agravarse no solo por la gratuidad de las matrículas, la falta de seriedad de las administraciones que tensionan su tesorería o la perspectiva demográfica. No, eso no es lo peor. Lo peor es que nadie parece escandalizarse. ¿Por qué si la educación es tan importante ni nos inmutamos? Quizá porque nos falta educación.
La escasez de fondos, la inadecuada captación y gestión del talento de los docentes, la ausencia de acuerdo político que proporcione un marco legal estable al sistema, los planes de estudio siempre limitados… todo esto tiene consecuencias en los forofismos de barra de bar que abarrotan la política y las redes, en la falta de competitividad de empresarios y trabajadores, en la actuación frente a las catástrofes, en la violencia de género o en la construcción de puentes que, a diferencia de los romanos, no aguantan las riadas ni la corrosión de Pedrafita. Sí, la mala educación deriva en muchos desenlaces. Que a veces no relacionemos la causa y los efectos solo es la muestra de que nos falta educación.
Habrá quien diga que gestiones económicas como la de la Universidad coruñesa tienen sus responsables. No le falta razón. Pero apuntar a la incompetencia de los rectores anteriores está tan justificado como apuntar a la de la Xunta. Y no olvidemos que tanto los rectores como los políticos locales, gallegos, españoles y europeos los elegimos en las urnas. Así que si de verdad pensáramos que la educación es tan importante, a lo mejor votábamos de otra manera. A ver si resulta que decimos cosas para quedar bien pero en el fondo, o no tan en el fondo, somos simplemente un poco maleducados.