La desesperación del presidente del Gobierno ha alumbrado un relato absurdo, por no decir surrealista. Y no lo digo tanto por la inesperada decisión de adelantar las elecciones, que también, sino por la posterior explicación sobre los motivos que han inspirado dicha decisión. Por ejemplo, la necesidad de frenar la “ola ultraconservadora” que nos puede retrotraer a la España negra del pintor Solana.
Habida cuenta que en el relato de la Moncloa esa España negra vendría impulsada por la torva alianza del PP con Vox, no parecía que el mejor momento para impedirlo fuera justamente cuando, tanto el partido de Feijóo como el de Abascal, acababan de disparar hacia arriba sus respectivas facturaciones electorales. Casi dos millones de votos más en el caso del PP (suma total de votos en los 8131 ayuntamientos del país) respecto a las últimas elecciones generales. Por su parte, Vox ha doblado los 659.638 votos obtenidos en noviembre de 2019. Puro sentido común: si se trata de bajar la potencia de ese presunto bloque de poder (PP-Vox), mejor seis meses que dos para lograrlo con las bazas tantas veces esgrimidas por el Gobierno: mejora de la economía, imagen internacional de Pedro Sánchez y aprovechamiento del Boletín Oficial del Estado para ganarse el favor de los españoles.
Pues no. El presidente decidió en caliente volver cuanto antes a las urnas, en el mejor momento del PP y de Vox, en lugar de tomarse un tiempo (lo previsto: seis meses para recomponer la figura antes de la cita de diciembre). Primero actuó y luego pensó, en vez de hacerlo al revés. Ahora descubre que está emitiendo un mensaje de descreimiento en su propia obra. Como si Sánchez y su estado mayor ya no confiasen en los relativamente buenos datos económicos, la presidencia semestral europea y las decisiones del consejo de ministros, ni siquiera a modo de resortes movilizadores de sus desalentados votantes.
Pero no le demos más vueltas a un problema asociado al personalismo del presidente. A poco que profundicemos en los componentes de su repentina decisión de convocar las elecciones generales para el 23 de julio, veremos que dichos componentes empiezan y terminan en su ego herido por una derrota mayor que la temida en sus peores previsiones. Como ya tengo escrito, la decisión tomada en caliente en la madrugada del domingo al lunes de esta semana es la de un líder inconsistente que ha hecho más profunda la herida que quiso curar.
Estamos ante el síndrome de un político agonizante que, en una instintiva reacción defensiva, toma la decisión de llamar a las urnas.