Entre recuerdos pasan los monótonos días en la Residencia. Están más que preparados, con resignación, para recorrer el último tramo de la carrera de la vida. Lo peor son las largas noches de insomnio, con la llegada del alba regresa la tranquilidad a la mayoría de los residentes. A pesar de todo muchos ancianos se resignan a ver la vida pasar.
Una mujer se me acerca y quiere que sea su confidente, por unos momentos. Esta señora mayor, ahora lejos de su tierra, tiene un “secreto” que ya no quiere conservar por más tiempo. Cuando era adolescente, aquél día se encontraba trabajando en el campo. Se bajó del tren un desconocido que la llegaría a violar. Tras la brutal agresión aún había tenido que sufrir el desprecio de su padre, como si fuese culpable de algo y no más que una víctima inocente… . Eran otros tiempos, me comenta apenada.
Otra mujer me traslada parte de sus recuerdos vitales. Sabe que la vida de ahora es muy diferente. Ella había tenido que abandonar la escuela desde una edad muy temprana para dedicarse al cuidado de la casa y llevar la comida, cada día, al padre y a sus hermanos que trabajaban en el ferrocarril. Trata de justificarse: “antes era algo normal y habitual para la mayoría de las mujeres del pueblo y alrededores”.
Me encuentro a otra mujer nonagenaria que presume de haber vivido como ha querido. Para ella los motivos eran bastante evidentes, no se había llegado a casar ni tenido descendencia… . Consiguientemente, como reconoce, había disfrutado, muchas veces en soledad, de la libertad que ahora había perdido por sus dolencias físicas que la convertían en una persona dependiente. Eran otros tiempos.