La fumata blanquinegra de Bruselas, donde Puigdemont toreó a los enviados especiales de Sánchez, dispara los motivos para que el espanto aglutine a quienes nos echamos las manos a la cabeza ante una operación de partido abocada a generar males mayores (polarización y daño a la convivencia) de los que pretende evitar (repetición de elecciones e impedir un Gobierno con la ultraderecha dentro).
Todo queda diluido en el viscoso lenguaje del pacto PSOE-Junts que se hizo público este jueves. Cuesta dar por sentados los “compromisos” de ambas partes. En teoría, Junts se obliga a prestar sus siete escaños del Congreso a la investidura y la legislatura de Sánchez a cambio de una ley de amnistía y el fomento de una mayor participación de Cataluña en el orden internacional, en función de “los avances y el cumplimiento de los acuerdos” que vayan saliendo de las negociaciones”.
Lo cierto es que el supuesto mandato respecto a los tres grandes objetos del acuerdo alcanzado en Bruselas (amnistía, investidura, legislatura) queda expresado en el texto con la formula imperativa que no alcanza la naturaleza de lo que entendemos por un compromiso. La fórmula elegida es: “Ambas partes tendrán que acordar”. A partir de ahí se enumera el viejo repertorio del independentismo, al tiempo que también se recoge la posición clásica del constitucionalismo respecto a los temas más sensibles, como el derecho de autodeterminación, la independencia fiscal o el reconocimiento de Cataluña como nación.
Lo demás es una sobredosis de jerga independentista que enfatiza ciertos elementos del debate para que Junts puntúe en su particular carrera de sacaos con ERC por la primacía de la causa. Básicamente, dejar claro que los de Puigdemont han echado el resto en cuestiones identitarias, mientras que ERC ha primado más las cosas de comer.
Además de asumir el relato independentista, otros componentes del acuerdo disparan el malestar en los circuitos políticos y mediáticos que hacen sonar las alarmas por su afectación en el sano funcionamiento del Estado de Derecho. Los más graves se derivan de la indulgencia con las conductas delictivas de presunta motivación ideológica y de la implícita desconfianza en los jueces, sobre los que se arroja la sospecha de hacer política en el uso de sus facultades jurisdiccionales (“lawfare” es la pedrada verbal contra los jueces que no acompasan sus actuaciones con las del Gobierno en funciones).
Pero lo peor de todo en un asunto que, a mi juicio, va a ser una fuente de graves problemas, es el hecho de que el aireado motivo de la operación (la concordia, la conciliación, el bien de España) carece de credibilidad porque es oportunista. Solo responde al apremio personal de Sánchez, que quiere seguir en la Moncloa al precio que sea.