Hace unos años un grupo de pop español, “Profesor Popsnuggle” sacó un disco muy bueno y muy pegadizo, “El Turismo”, que contenía una canción de esas que se te quedan grabadas, de esas de escuchar en viaje largo en coche mientras comes patatas de bolsa de gasolinera y bebes Coca Cola. “Me gusta hacer turismo, es algo estimulante, es una emocionante manera de aprender”, rezaba la letra.
Ahora se ha puesto de moda criticar a los turistas. Son el nuevo mal. Termitas. Fodechinchos. Ñordos. Airbnb. Habitaciones en pisos. Más turistas. Peregrinos, el absoluto infierno. Cantan himnos a primera hora de la mañana. Intolerable. Los lugareños aguantan las ganas de tirar agua con lejía por la ventana aunque el éxito y la belleza de su ciudad sea precisamente gracias a esos peregrinos que hacen el Camino desde hace cientos de años.
El español medio no es turista, es viajero, como aquellos aventureros del siglo XIX que llegaron a la Alhambra y se maravillaron, que vieron a unos toreros, a unos señores vestidos de bandoleros y a una gitana fumando y empezaron a escribir libros como poseídos. ¡Ah, el folclore típico y tópico!
El español es el que va a Roma en agosto y se queja de que hay muchos turistas y hace mucho calor. “Acabo de estar en Málaga y es algo imposible, todo lleno de gente, todo lleno de madrileños” aunque la familia que se toma el helado paseando al sol sea de Cuenca y no de la capital. Hace fotos del aeropuerto petado de viajeros mientras los mira con aborrecimiento con la maleta ya facturada desde el bar que solo sirve Cruzcampo y no Estrella Galicia. Es el que hace el vídeo de los señores que están en el mismo restaurante que él burlándose de los comensales aunque haya pedido el mismo menú y esté aguantando el soniquete del regetón de fondo, o lo que ese peor, una tele con el parte a toda voz con un reportero apocalíptico friendo un huevo en el capó de un coche en Murcia.
Personalmente no me gusta hacer turismo. Ni tampoco soy muy fan de viajar. Me veo mas como un personaje de Jardiel Poncela que desde la cama ve documentales de ciudades y le pide al mayordomo que vaya sirviendo las delicias del lugar. Mucho menos fatigoso que correr por terminales de aeropuerto y buscar habitaciones con vistas, aunque si me dicen de ir a Roma o la Capilla Palatina de Palermo no perdería un segundo en coger cuatro trapos y salir corriendo. Sin embargo no me molestan los turistas, con sus sandalias y calcetines, sus caras rojas del sol, que me representan, sus miradas anhelantes y sus chapurreos pidiendo churros del Timón y chocolate. El turismo es la democratización de la belleza, que un chico sueco pueda admirar el Pórtico de la Gloria o que una señora disfrute de la Capilla Palatina de Palermo sin tener que vender un riñón.
Hay gente que quiere prohibir el turismo. Igual lo que quieren es que esté todo vacío y puedan disfrutar ellos solos, como un escritor en Roma durante la pandemia que se paseaba todo ufano mientras los propios romanos estaban encerrados. En fin, nada nuevo en esta sociedad de narcisos que la que los demás son la molestia. Y hablando de narcisos, dejaré para otro día el turismo a Tailandia. Españoles en Tailandia. Eso da ya para una novela. Negra, por supuesto.