Desde dónde se escribe la memoria? ¿Y el amor? ¿Y ese extrañamiento que produce vivir lejos de nuestro lugar de origen? ¿Desde dónde son defendibles las palabras patria y lengua? ¿Y si sólo la lejanía nos permite hablar, despojados y alejados del trauma, de la tierra y de la lengua?
Vivir lejos de la casa de la infancia, desarraigada, es una experiencia tan vital como formativa. No imagino cuando el exilio ha sido forzoso, aunque sí puedo leerlo en la literatura de todos aquellos que lo han padecido. Y es como si ese arrancamiento de su tierra les hubiese dado tanto como les quitó, y les hubiese vuelto quienes son: eternos migrantes, hombres y mujeres no a lugar para quienes la verdadera patria, como diría Pessoa, es la lengua. ¡Oh sí! cuando el horizonte es móvil las palabras resuenan como el único anclaje posible.
Traigo a la columna de hoy a la filósofa alemana, de ascendencia judía, Hannah Arendt, no por su magistral legado filosófico, sino porque me interesa mucho su condición de escritora en el exilio, de migrante forzosa: tuvo que exiliarse a París, de donde también huyó para acabar en Estados Unidos, en Nueva York, donde se asentó y murió en 1975.
Traigo también a Gunter Grass, lo hago por la magnífica entrevista que en su día le hizo a la alemana, cuando le preguntó sobre qué añoraba de su país, de la Alemania de la época pre hitleriana. Su respuesta fue contundente, dijo que no sentía la más mínima nostalgia de su tierra porque ¿Qué había permanecido? Sólo permanecía el idioma. La ‘Patria’ de Arendt es su lengua materna, y no la tierra de sus padres.
Querría, creánme, que se despojaran las lenguas de cualquier discurso político, porque hay una diferencia enorme entre la lengua materna y todas las demás. En tu lengua materna sabes recitar poemas, reconoces las canciones de tu infancia. Lo que intuyo quería decir Arendt es que duro y difícil es perder tu idioma, es decir, perder la naturalidad de las reacciones, la simplicidad de un gesto y la sencillez más absoluta en la expresión de los sentimientos.
Lo que nos confiere identidad es la lengua materna, el lenguaje del amor.
Todos deberíamos nacer ya emigrantes, como Luis Seonae, el gallego que ya nació emigrante: “el emigrante, se sabe, no vive en la tierra, la tiene incorporada a su ser”.
Tantas veces me han preguntado si he llegado por fin a casa, si sé cuál es mi patria. Por supuesto. Llegué a casa cuando me acogieron y amaron a los que yo más amo, y acogieron nuestra lengua mientras nos enseñaron la suya.
Amo este poema de Rosalía, que es suyo, de ustedes, y es mío, y es de todos: “Algúns din: ¡miña terra! Din outros: ¡meu cariño! I éste: ¡miñas lembranzas! I aquél: ¡os meus amigos! Todos sospiran, todos, por algún ben perdido. Eu só non digo nada, eu só nunca sospiro, que o meu corpo de terra i o meu cansado esprito, a donde quer que eu vaia, van conmigo”.