El paradigma en el arte está echado, como lo está el origen del universo más allá del metaverso. La belleza es objeto de culto y persecución del artista, razón primera y última de su obra, siendo esta una verdad que se puede comprar sin necesidad de recurrir a criptomonedas, en la medida que es aún tangible y fungible.
Con el arte virtual llegó el temor a que la tangibilidad y fungibilidad de las obras alcanzasen un punto de no retorno frente a la piratería telemática. Vulnerabilidad que se hace patente en la levedad de su naturaleza voluble y dadivosa. Pensábamos entonces que se abría una era de liberalidad sin fin, en la que el arte pasaría de ser un todo consumado para retornarse una y otra vez en la fuente, no tanto para dar por buena la idea del filósofo, loco, como para no enloquecer en la noble tarea de no estabular el arte. En esa virtud, ajena a cualquier vicio, el objeto del artista no sería tanto el ideal de belleza a la hora de plasmarla como el de mostrar el tortuoso camino de la creación y su efecto en las exquisitas sensibilidades de los espectadores, que se verían libres de la idea de la obra en sí para centrarse en su estela evolutiva hacia una perfección que se afinaría en su propia y mutable proyección. Consiguiendo que el arte dejara de ser un negocio para ser objeto de trueque entre almas sensibles.
Podía, pero no hay cuidado, ahí están los NFT para retornar el arte a su antigua condición de mercancía.