Sabes que eres señora mayor cuando empiezas a contar los papas que has enterrado y las fumatas negras y blancas que has presenciado. Lo mismo cuando te cuesta levantarte de cama por la cadera, pero eso es otro tema.
Falleció el bueno de Bergoglio y todo el mundo está polarizado: que si humilde, que si bueno, que si satánico, que si prepotente, que si argentino (eso es importante), que si lo entierran de forma humilde, que si Santa María la Mayor es una iglesia humilde, todo es humilde, la caja de madera también es humilde. A ver, una puntualización. Santa María la Mayor es un templo de escándalo, no tiene nada de humilde, nada en Roma lo es, entras y lo raro es que no tengas un estendalazo de aúpa. Y además es mi templo, el de la Virgen de agosto. Pronto van a cerrar la capilla ardiente y ya va siendo hora, que la gente ha perdido el oremus y dedican las horas de espera a hacerse selfies y a las risas tontas. Hay gente haciéndose autorretratos con el féretro sin el mínimo pudor. Cuando hace años estudiaba un máster sobre periodismo y redes sociales leía con estupor cómo había doctores y maestros y eminencias que hablaban de la futura pérdida del oremus por culpa de Internet. Tenían razón. A nadie se le hubiese ocurrido llevar una Olympus a la capilla ardiente de Juan Pablo II o de Benedicto XVI y hacer fotos. Ahora todo son risas, bailoteos e inmortalizar el momento, da igual que sea un campo de concentración o la capilla ardiente en el Vaticano. Morritos, sonrisas y bailes sincronizados absurdos que algún día pasarán de moda pero que ahora son lo que rige el cerebro humano tecnológico. Todos somos periodistas, todos somos reporteros, vemos a gente robar en el metro y grabamos a la vez que defendemos al ladrón como si fuera San Dimas. Lo defendemos porque nos están grabando, nuestra moral elevada será inmortal, como Lobezno. Todos grabamos, nadie interviene, te pueden clavar una estaca en el corazón y serás famoso por morir como Dracula pero estarás bien muerto. Hace unos días un chico gay tuvo un encontronazo con los dueños de un kebab en Murcia, por así decirlo. La gente grababa y miraba por el escaparate del local mientras ocurrían los hechos, como si lo que estaba pasando no fuese real, como si fuese una película.
Vivimos en una eterna ilusión de que somos cineastas, periodistas, escritores, pintores, fotógrafos, obviando la técnica y haciendo movimientos espasmódicos delante de una cámara carísima dentro de un móvil que hubiese envidiado cualquier director de los años 90, ya no hablo de tiempos anteriores. El cuerpo del papa está presente y a la muchedumbre no se le ocurre otra cosa que hacerse fotos con él como si fuese un muñeco de madera o un Falla valenciana. Ya no somos humanos, somos un ojo que graba, una gran mente colmena que todo lo retransmite, ya no hay misterio, ya no hay nadie que quiera trascender lo inmediato, salve a la princesa o al mendigo de ser pateado o asesinado, solo hay una lente que lo vigila todo y lo manda al espacio virtual. Periodistas que se acercan a los cardenales como si fuesen jugadores de fútbol, preguntándoles por el resultado del partido. Se ha perdido el oremus. Incluso la Iglesia ha perdido el oremus. Me pregunto si algún día se fijarán en lo que dice ‘El papa joven’ de Sorrentino.
Escribo esta columna el vienes noche con la intriga de si el Real Madrid se va a presentar o no a la final de la Copa del Rey. Menos mal que aún nos quedan las buenas costumbres futboleras.