Lo poco que te tienen que querer para que no te den ni agua

Lo poco que te tienen que querer para que no te den ni agua
Río Mendo

Vivir en comunidad


Vivir en comunidad –que, según la RAE, en su 4ª acepción, es un “conjunto de personas vinculadas por características o intereses comunes— es harto difícil, ¿a que sí?, ¿a que no les estoy descubriendo nada nuevo? Pues eso. El que más y el que menos está incluido en algún grupo –o comunidad— del tipo que sea. Y son muchos y muy variados, no se crean; mucho más de lo que pueda parecer a “vuela pensamiento”. Verbigracia: formamos una comunidad –aunque sea informal, sin notario de por medio— con los clientes habituales de la cafetería a la que vamos todos los días a la misma hora a tomar café y leer El Ideal Gallego –si es que no somos suscriptores y lo leemos en casa, que sería lo más inteligente—. Unos compañeros clientes nos gustan más y otros menos o nada en absoluto, pero procuramos solucionar el asunto manteniendo con los menos afines el contacto imprescindible y ya está. Pero, cuidadín, no los desdeñemos totalmente, porque a lo mejor un día necesitamos un pañuelo de papel, un bolígrafo o un caramelito para la tos, y esa persona precisamente es quien nos lo proporciona amablemente. También formamos comunidad con nuestros vecinos de edificio –si es que vivimos en uno—, de urbanización –si es que vivimos en una—, de parroquia, de lugar, de concello, de provincia, de autonomía, de país, de continente y hasta de mundo mundial. También podemos pertenecer a otros grupos comunitarios como clubs de petanca, de artistas fracasados, de la lista Forbes, de individuos en riesgo de exclusión… En fin, como ya les dije allá arriba, al principio del escrito, las comunidades a las que podamos pertenecer son muchas y muy variadas.


¿Siempre vivimos-compartimos-formamos parte de la comunidad que nos gusta o nos apetece? Pues, evidentemente, no, pero a veces hay que hacer de tripas corazón e intentar convivir lo mejor posible con los prójimos que nos han tocado en suerte. Seguro que en algo nos beneficiamos todos; los prójimos tendrán algo de lo que nosotros carecemos y viceversa –acuérdense del pañuelo de papel, el boli y el caramelito para la tos.

 

 

Los hay muy especialitos…


Eso también es una verdad como un templo –que los hay muy especialitos, digo—, pero como un templo grande. Porque podría ser como un templete, pero no, es como un templo muy grande.  Los hay tan especialitos y se creen tan guapos y tan listos que no quieren que el vulgar vulgo se les acerque. Es cierto que cada grupo o comunidad tiene sus elementos diferenciadores, faltaría más, y eso es interesantísimo o no –dependiendo del elemento diferenciador—, pero no quiere decir que se tenga que despreciar a los demás. ¿Habrá cosa más emocionante en esta vida que la diferencia? A mí –de natural curiosérrima—me parece que no. Lo de la homogeneidad está muy bien para la crema pastelera, verbigracia –por eso de que no tenga grumos y tal—, pero para el enriquecimiento personal es un rollo patatero. Imagínense que son ustedes empleados de banca y solo se relacionan con sus iguales. ¡Qué aburrimiento, pordió! Se lo pasarían muchísimo mejor hablando con un marinero curtido bajo mil soles, que les puede enseñar a diferenciar un cabo de una cuerda o ilustrarles sobre qué es el curricán, el arrastre o el palangre. Muchísimo más divertido, ¡dónde va a parar! Yo creo que los especialitos, en el fondo –y no estoy hablando de clases sociales, culturales ni gremiales, que conste—, son unos tarugos de tomo y lomo. Unos tarugos, unos cenutrios, unos paletos y unos incultos vitales, que sabrán y tendrán mucho de lo suyo, pero, en el fondo, son paupérrimos en vivencias. Una penita lastimosa. Así nos luce el pelo a los humanos.

 

 

El Reino de España


En el Reino de España viven muchos españoles –incluso muchos no españoles—, cada uno de su padre y de su madre. Todos distintos y todos iguales ante la ley. Bueno, creo, porque el otro día una señora –tirando a muy pija ella— a la que le hice esa afirmación me replicó toda henchida de orgullo “Espero que no”. ¿Se lo pueden creer? ¿Quién se creería que era, la muy cretina?, ¿un ser superior bendecido con el don de la inmunidad parlamentaria, diplomática, real, celestial o todas ellas juntas? ¡Lo que hay que oír, de verdad! A veces es que me pongo muy malita del hígado y, encima, me desvío del tema, que es lo pésimo, o sea, lo más peor de todo.


Pues a lo que íbamos, que en España hay muchos españoles y no españoles. En eso estaremos de acuerdo, ¿no? Somos como una gran familia y, aunque seamos parecidos, no somos todos iguales. Cada uno tiene sus orejas grandes o pequeñas, su nariz corta o larga, es alto o bajo, etc., etc. Vale, hasta aquí todos de acuerdo. A todos los españoles nos gusta presumir de nuestras peculiaridades, por supuesto, y estamos en nuestro derecho. ¿Qué es lo maravilloso del asunto? Pues que te mueves unos cuantos kilómetros y te encuentras con paisajes, monumentos, costumbres, lenguas y gentes totalmente distintas de las que te rodean habitualmente –los del café matutino, por ejemplo—. Todo ello te hace salir de tu rutina. Y estarán conmigo en que la rutina es el summum del aburrimiento total, ¿a que sí? Pues entonces, ¡que viva la diversidad!

 

 

El hermano borde de la familia


Pero las familias no son perfectas, amigos míos; en ellas no todo es amor y armonía. Siempre hay algún miembro –con perdón— que quiere mamar más que los demás, más mimitos de mamá que los demás, ganar más que los demás, tomarse más cañas que los demás, quedarse con la mejora de la herencia o con la herencia entera. Se cree más listo y más guapo que sus hermanos y no quiere repartir lo suyo con ellos, aunque sí quiera repartir lo de ellos consigo mismo. Se cree autosuficiente, no necesita del resto de la familia. En tiempos de bonanza, saca pecho y presume de lo gordas que están sus vacas y no quiere darle ni una gota de leche a sus hermanos, pero… ¿y cuando hay sequía y los pastos se agostan? Ay, amiguitos…


Pues en el Reino de España –como gran familia que es— pasa igual. En tiempo de vacas gordas, el territorio Borde de la Familia se chulea y se vanagloria de todas sus riquezas. Hace bien, está en su derecho. Desdeña a los territorios de la familia y quiere desligarse de ella –desplumándola primero, por supuesto— porque la considera un lastre para su enriquecimiento personal. Es tan chulito y tan prepotente que acaba cayéndole fatal al resto de sus territorios hermanos, que ya prefieren no invitarlo ni a la cena de Nochebuena, porque, encima, se empeña en no hacerse entender por los demás hablando en su idioma particular. Pero un día llega una sequía pertinaz y las vacas se van quedando sin pasto. Y dejan de engordar. Al territorio Borde de la Familia se le deshidratan las vacas y la cuenta corriente. “¿Qué hago yo ahora?”, se pregunta afligido. “Ya sé”, se responde, “les pido –o mejor les exijo— a mis territorios hermanos que me trasvasen unas gotillas de líquido elemento”. Pero sus territorios hermanos, incluso los que forman parte de él, lo tienen claro: ¡Al Borde de la Familia, ni agua! ¿Ven como no hay que desdeñar a nadie? Pues eso.

Lo poco que te tienen que querer para que no te den ni agua

Te puede interesar