La política no es para los mejores

Basta ver las listas electorales de todos y cada uno de los partidos para el 23J para descubrir que no se ha buscado a los mejores, a los más expertos, a los que más pueden aportar, sino a los más leales, a los más fieles, a los que seguirán disciplinadamente lo que dicte el aparato del partido y a quienes hay que salvar porque, si los que están en el poder pierden, se quedarán en la calle. Y para los que están en política sin otro oficio o beneficio, sin haber demostrado antes en algún otro lugar, que saben gestionar, dirigir equipos, hacer planes estratégicos, en la calle hace mucho frío, incluso cuando los termómetros se disparan. La lealtad a toda prueba da más réditos en política que el conocimiento y la experiencia. Y no estamos hablando de asuntos menores o de ideología, sino de gestión. Muchos alcaldes o presidentes de comunidades autónomas gestionan miles de millones de euros, miles de funcionarios y convocan concursos y contratos millonarios. Pero para aspirar a esos puestos no se exige ninguna preparación específica. Solo que el partido te ponga en las listas y los ciudadanos te voten.
 

Así que no es de extrañar que si a algún político se le ocurre llamar a alguien con un currículo profesional intachable en áreas como la cultura, la economía, la investigación o cualquier otra, la respuesta sea no. Y luego algunos denuncian que el vicepresidente de una autonomía sea un torero, cuando hemos tenido un ministro electricista o una ministra cajera en un supermercado. La política está mal pagada –empezando por el presidente del Gobierno– pero sobre todo exige lealtad absoluta y ausencia de cualquier tipo de crítica, incluso cuando los errores son evidentes. Y así es muy difícil que alguien ajeno a los aparatos de los partidos se embarque en el servicio al Estado. Así nos va. Los que mandan exigen disciplina absoluta, no toleran la crítica y buscan perfiles fieles, a veces perrunos --dicho sea con todo respeto para los perros-- para ocupar ministerios, concejalías, consejerías o presidencia de altos organismos institucionales. Y regalan la dirección de empresas públicas o participadas a amigos, independientemente de que sepan de eso o no. Basta con que hagan lo que les mandan. Algunos, incluso, deforman la realidad o corren como pollos sin cabeza para complacer al líder y garantizarse el futuro. Así descubrimos a un responsable del CIS, militante del partido que le nombró, que no da una, a un delegado del Gobierno que exalta el papel “democrático y civilizador” de Bildu o a un embajador de España en la ONU, ahora número 2 de la lista de Sumar, que compara a Biden con Putin y que firma con seudónimo ataques a los aliados de España.
 

Se ha abierto un abismo importante entre la política y la ciudadanía, entre la política y la cultura, entre la política y la empresa. Alberto Núñez Feijóo ha dicho que, además de derogar lo que el sanchismo ha hecho mal, es urgente “reconstruir económica, social e institucionalmente España”. Eso pasa por buscar a los mejores, no a los más fieles, para los cargos públicos, por acabar con las puertas giratorias y por introducir ética en la vida política. Alguien tiene que despertar una nueva forma de hacer política donde la ética, el conocimiento, la experiencia y la capacidad de gestionar los recursos públicos no estén en manos de quienes no saben o no pueden. “El momento no es bueno./ Ya se sabe/ que los vientos tampoco”, decía el poeta Ángel González, pero alguien tiene que devolver la esperanza los ciudadanos para que retorne la confianza en los políticos y en la política.

La política no es para los mejores

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