Cautivo y desarmado, el estado mayor del PSOE abandonó sus viejas trincheras y el independentismo alcanzó sus últimos objetivos en sus consabidas negociaciones. El enredo “amnistía por investidura” terminó el 31 de octubre. Justo el día en que la heredera de Felipe VI se rendía ante la Constitución y la voluntad de los españoles, Sánchez se rendía ante Carles Puigdemont. La coincidencia no puede ser más perturbadora. Ahora solo queda esperar a ver qué dice la exposición de motivos de la proposición de ley de amnistía a punto de entrar en el telar parlamentario. Algo así: España lo reclama porque Sánchez lo necesita. Por el bien de todos, aunque esa iniciativa sea es la clave de bóveda de la ecuación de poder reinventable sobre objetivos republicanos y plurinacionales de los que van a hacerla posible.
Dicen que si esto sale bien a Sánchez no habrá quien le tosa. Es “una apuesta de mucho riesgo”, dicen las crónicas. Por tanto, puede ganar o puede perder. Puede salir bien o puede salir mal. Pero si tenemos en cuenta la aberración de la base (enemigos del Estado como garantes de su gobernabilidad), casi mejor que le salga mal. Que le salga bien significa que el terreno queda abonado para la normalización del fraude electoral y las exigencias morales de la política. Entonces habremos aprendido que sale barato aplicar el principio maquiavélico de que el fin justifica los medios. Y que todo vale si eres capaz de explicarlo. Ahora cabe preguntarse qué esperanza de vida tiene una alianza de poder que deja la gobernabilidad del Estado en manos de quienes aspiran a reventarlo. Y qué puede salir mal en una operación de partido que perpetra un fraude electoral, divide a la sociedad, ataca el principio de igualdad entre personas y territorios, deja al poder judicial a los pies de los caballos y presenta una frustrante asimetría entre la voluntad de olvidar de una parte y la voluntad de reincidir de la otra.
En todo caso el proyecto alumbrado a la luz del canje mencionado (amnistía por investidura) podría superar el relato político. Vale. Pero no el relato moral que, a diferencia de aquel, responde a pocos, pero inamovibles valores de carácter universal. De ahí que quienes somos incapaces de encajar una cosa así en el ideario de la izquierda nos quedamos hablando solos ante el hecho de que un personaje como Carles Puigdemont, de cuentas pendientes con la justicia y verificada falta de representatividad (sus bases la han dejado tirado en dos consultas) sea el político más cortejado de la temporada.
Se entiende que la aritmética electoral del 23 de julio le había convertido en el rey del mambo, pero no se entiende el precio que Sánchez y su estado mayor va a pagar por tener de su parte a los siete disputados que pastorea el prófugo de Waterloo.