En la escena de los turistas indiferentes ante el caballo desplomado por haber sido obligado por su cochero a pasearles por Palma en plena ola de calor, está contenida la más desastrosa realidad del mundo que vivimos, la del que se ha vivido desde el albor de los siglos y la del que se ha de vivir en lo poco que le queda antes de irse todo al carajo. No es sólo que unos gozan mientras otros sufren, sino que el placer de unos se corresponde exactamente con el tormento de otros en la fatídica versión humana de los vasos comunicantes.
Un caballo, cualquier caballo, vale más que cien turistas. Cualquiera que haya conocido a un caballo lo sabe. Y, desde luego, más también que los cocheros que les explotan hasta que rinden, arrastrándose, su último viaje, el último paseíto al grupo familiar o a la pareja ordinaria que se va haciendo selfies. Pese a lo que vale un caballo, si se desvanece de pronto en el infierno del asfalto porque no puede más, los turistas que acarrea en la calesa de la que tira exhibirán sin pudor sus almas de turistas. Permanecerán repantingados en sus asientos y, tal vez, algo contrariados por la enojosa interrupción del servicio turístico por el que han pagado, en tanto el auriga se afanará brutalmente en levantar al animal asfixiado tirándole de los arreos y del bocado.
Hay en las ciudades turísticas de España muchos caballos como el caballo de Palma. Entre ellos, muchos viejos, deslomados o artríticos, y todos comidos por las moscas y por el hedor que se acumula en la parada donde aguardan al turista. Cualquiera puede ver las condiciones en que se hallan los animales y la tristeza impresa en su ojos enormes, pero los Ayuntamientos no, o bien les da lo mismo por considerar que esas criaturas tan hermosas, tan buenas, tan sensibles, pertenecen al género turistón del souvenir inanimado.
Hay excepciones: en Mérida se están sustituyendo los coches de tiro por calesas eléctricas. Son iguales, solo que sin un animal sufriendo delante. Se pueden quedar sin batería, pero el calor las afecta menos que a los caballos. No llevan, ciertamente, sonar de trote y campanillas. A los turistas no les gustan.