Si el hijo de Abelenda tuviera que escoger una obra de la exposición que Afundación inauguró ayer “Eu, Abelenda”, se quedaría con la “Touche” de rugby porque le recuerda al último viaje que hizo con él a ver un partido a Sudáfrica y, además, porque en la composición el artista pinta la camiseta con el número 5 que le regaló. En el terreno de juego, Abelenda era ala, por su rapidez y potencia: “Llegaba y distribuía la siguiente fase”. Idénticas características las tenía en el lienzo. Era fuerte con pincel y sin él y hoy, la exposición viene cuando ya no está para recordarlo desde tantas perspectivas como tuvo y se inventó, porque hay mucha Coruña en sus obras, pero parte son geografías que solo estaban en su cabeza. Aún así, la ciudad está. Es La Marina y O Parrote, a las que solía saludar siendo niño de la mano de su padre, recordó la comisaria Valle García.
Lo bueno de la muestra, comenta su hijo, es que al estar ordenada por temas, desde “Retrato” a “O Taller”, se ven los estilos por los que se movía. Porque Abelenda era cubista, puntillista y realista cuando tocaba encargo o simplemente necesitaba serlo. Su personalidad lo delata en todos, sobre todo, en los que llevan pigmentos que él mismo fabricó, “usando tierra y metal y hasta arena del Orzán”.
Alfonso lamenta que no estén algunos matéricos que se comió la carcoma. De pequeño lo veía trabajar fuera y sobre la tela y pensaba, “pero ¿qué está haciendo?”. Por eso, bromea con la pieza en la que sale con él de niño, “mi cara era la de estar mareado por el aguarrás que desprendía el estudio”. A veces, cuenta, insultaba al cuadro. Era un intento de transformarlo y tranformarse él. Le decía “razona conmigo” y aunque los 117 responden a corrientes distintas, comenta que siempre plasmó el color y trabajó directo sobre la paleta: “No le gustaba corregir” y siempre volvía a él, “se quedaba mirándolo media hora y añadía algo”. Ahora sí.
Entre el pelotón, está el último de 70 años de carrera: “Le costó bastante, pero lo dio acabado” porque como todos los de su raza, “son personas fuertes y eso se nota cuando te dan la mano”. Aunque apenas podía ver, seguía creando en los últimos meses, impulsado por esa cabeza prodigiosa, “la pestaña sube y baja, pero es la vista la que trabaja” y la vista está gobernada por el cerebro. Su intención, añade, fue la de mostrar un mundo ideal que el resto no ve. De poner los bodegones a bailar a su manera con el perro de Velázquez a un lado, al que “siempre consideró como de los más innovadores”, por esa forma de retratar la vida interior de los personajes: “Ese juego le gustaba”. También el de Picasso, no tanto en su vertiente cubista, que ahí prefería a Juan Gris, sino por mostrar el mundo a su modo.
Como él. Si, en general, la gente no era capaz de ver a un arlequín tomando café, ellos sí. Y con el pocillo, retratan, de paso, su corazón. En este sentido, el pequeño de los Abelenda saca a la palestra otra clave para entender su obra: el humor, que como decía él, es algo muy serio.
Su hijo se dio cuenta cuando fue a la redacción de “La codorniz” y nadie se reía. El progenitor le contó entonces que solo así se veía el lado divertido de las cosas y se podía situar a un torero junto a una menina coqueta y no solo con eso, colocarse a él mismo observando la escena. Abelenda pide tiempo. Hay que digerirlo con calma. Es vocación, técnica, paciencia y truco. Vestido con mil trajes. Todos diferentes, pero todos Abelendas. Hasta el 8 de junio y con todo un programa didáctico para escolares acompañándolo.