Se refugian en lo que fue la taberna Sancho Panza, ahora en estado ruinoso, y en el antiguo centro médico, utilizando los túneles y recovecos de una arquitectura singular como la del Barrio de las Flores. La cocaína la fuman y alguno se pincha. Cuando marchan, se pueden ver las jeringuillas. Cinco son menores de edad a los que Calusi, la secretaria de la asociación Avan (Asociación de Voluntarios de Ayuda a Necesitados) trata de convencer para que no lo hagan. Los conoce desde siempre porque, igual que ellos, se crió allí. En total, contabiliza a más 30 drogodependientes: “Con limpiar no arreglan nada, queremos que haya presencia policial, a ver si así se cortan más”.
La voluntaria les ofrece formación y pasantías de apoyo: “Me interesaba quitarlos de ahí porque no estudian”. Calusi tiene 54 años y hace 30 vio cómo algunos de sus amigos se engancharon. Entonces, “desconocías los peligros”. A los siguientes los educaron en eso, pero cuenta que las nuevas generaciones no saben nada y vuelven a caer. Proceden de familias desestructuradas, explica, con tutores que no quieren aceptarlo: “El padre de una niña se enteró y está en un centro de menores”. Los demás están todo el día en la calle. Sin control.
Desde Aclad (Asociación Ciudadana de Lucha contra la Droga), su gerente Miguel Plaza lo confirma. Cada vez aparecen por la puerta a edades más tempranas, “chicos escolarizados” que aún no se han desarrollado ni intelectual ni físicamente y esto “es lo más preocupante. Además, las sustancias son más potentes que hace años”. De ahí que vayan a implantar más servicios de tarde, compatibles con el horario escolar. La mayoría acuden a la unidad especial movidos por la presión que reciben en casa, “sus padres los ven alterados y van”. Plaza alerta del desconocimiento y la facilidad para conseguir cualquier tipo de sustancia: “Internet es un servicio a la carta”.
El responsable señala que se está tratando de formar, pero recuerda que las adicciones nunca desaparecerán. Evolucionan y colectivos como Aclad se adaptan a lo nuevo. Y actúan. A punto de publicar la memoria de 2018, indica que los enganchados a la heroína son residuales: “Para constatar el repunte, hace falta tiempo” porque de los primeros consumos hasta que llegan, transcurren meses”. Para eso, tienen que cambiar sus circunstancias sociales. Cuando el entorno se vuelve hostil, piden ayuda en Aclad o en Fundación Érguete, donde se dieron algunas altas por consumo de heroína, pero, sobre todo, por cocaína inyectada. Ellos son los únicos que recogen jeringuillas y dejan kits con ácido y otros materiales por toda la ciudad.
Dicen que, aún así, la mayor parte se pincha en casa “es gente invisible, aunque en la calle hay más presencia desde hace tres años”.
El 80% tiene entre 30 y 45 años y una capacidad adquisitiva muy limitada. Ayudas como la Risga les permiten tener una vivienda. Son policonsumidores reenganchados y con problemas familiares. Ya hablaron con el servicio de limpieza municipal y “los empleados han hecho un cursillo para poder retirar las agujas”. El año pasado sumaron 20 o 25 altas, en lo que va del año ya son doce los nuevos. El 50% consumían drogas duras. La historia se repite.