El dolor y la alegría son dos sentimientos no sólo distintos, sino contrapuestos. La alegría entusiasma; el dolor conmueve.
La alegría afecta, normalmente, a un círculo de personas más reducido que el dolor, pues éste lo sienten y lo sufren todos los seres humanos que conocen o tienen noticia de los hechos y actos más dolorosos que comete y sufre La humanidad.
En estos días, de singular amargura por los distintos actos de barbarie y crueldad cometidos contra seres inocentes e indefensos por sus propios familiares o por personas más próximas a sus víctimas, el dolor se ha extendido por todo el territorio nacional y ha sacudido de odio y de rechazo a todos los sectores sociales y medios de comunicación. Nunca un acontecimiento o éxito deportivo han despertado tan masiva solidaridad y unanimidad como el dolor de tan horrendos crímenes y su condena.
No cabe duda que los lazos de solidaridad humana son más fuertes en los casos donde la crueldad de los hechos se hace más patente que en los casos de éxitos o triunfos materiales, por muy importantes que sean éstos, pues, en todo caso, son pasajeros, eventuales y de más reducida dimensión popular. Alegrarse de los triunfos no compensa el dolor que se sufre por los crímenes más horrendos de la humanidad y que merecen el reproche social más duro y contundente de toda la población.
En todo caso, hay que reconocer que cuando se trata de un dolor definitivo e irreparable, lleva siempre aparejada la pena y ésta suele prolongarse durante toda la vida de sus víctimas y allegados.
El dolor entristece, el triunfo o el éxito enardecen; el éxito es tornadizo y volátil; el dolor conmueve por igual y nadie se siente ajeno a él. El éxito es compartido por los adeptos a la persona o actividad de que se trate y no por sus rivales o adversarios; el dolor no tiene adictos ni contrarios; una vez conocido es compartido por todos.
Por otro lado, las secuelas de los triunfos son menos duraderas y perdurables que las de los actos dolorosos, por eso, el principio de que el tiempo todo lo cura es más aplicable a las consecuencias de un éxito que a las secuelas y víctimas de una desgracia o tragedia.
Visto lo expuesto, no puede extrañarnos que quien pasa por la vida inadvertido o sin realizar acto significativo alguno, se diga que la ha vivido “sin pena ni gloria”.