uego de su apoyo a la invasión del Capitolio y pocos días antes de tener que desalojar Donald Trump la Casa Blanca, las grandes compañías tecnológicas norteamericanas apagaron por su cuenta la voz en las redes de en aquel momento todavía presidente del país.
No fueron las únicas. Unas y otras vinieron a alegar que el primer mandatario había incumplido de manera reiterada las normas de uso, con todas esas sus gratuitas acusaciones de fraude electoral a Biden y, sobre todo, con la invitación a sus fieles a la concentración ante el Capitolio, sede, como bien se sabe, de las dos Cámaras legislativas. Es decir, que las habría utilizado para mentir, insultar a sus clientes, injuriar a jueces y magistrados, socavar las instituciones e incitar a la violencia.
La decisión ha suscitado reacciones encontradas. Para unos ha sido correcta porque, en efecto, elimina los altavoces por los que el presidente divulgaba sus muchas veces locas invectivas, mientras que para otros se trata de censura, de un ataque al derecho fundamental a la libertad de expresión y de abuso de poder por parte de las operadoras que dominan y controlan las redes sociales. ¿Les incumbe a ellas censurar?, se preguntaron éstos.
A juicio, en concreto, del Gobierno alemán resulta posible intervenir en la libertad de expresión, pero sólo –la apostilla es importante- según ley y no por decisión de las propias compañías, como así ha sido el caso. Según manifestó el portavoz oficial, esta circunstancia fue la que llevó a la canciller Merkel a calificar de “problemático” el veto a Trump.
Dicho en palabras pobres, todo ello podría expresarse en un “sí, pero no así”. En este sentido, desde Berlín se ha recordado que la libertad de expresión es un derecho fundamental de importancia básica y que si bien las plataformas tienen una gran responsabilidad al respecto y no deben permanecer inactivas ante contenidos de odio y de violencia, ha de ser el legislador quien defina el correspondiente marco. De hecho, desde hace un par de años Alemania cuenta con una ley contra el discurso on line del odio.
Por lo demás, tal posición no es más que un reflejo de la preocupación a este lado del Atlántico por el creciente poder de las plataformas de redes sociales. La Comisión Europea, por ejemplo, presentó hace unos días dos muy esperados proyectos legislativos: los reglamentos de Servicios digitales (DSA) y de Mercados digitales (DMA). Una y otra normativa buscan evitar abusos de posición dominante y dotar a las autoridades regulatorias de más eficaces herramientas en el seguimiento de contenidos y deberes fiscales.
Y es que nuestro siglo XXI se definirá no sólo por los tradicionales grandes pulsos de poder, sino también, y en medida cada vez más relevante, por uno muy específico de nuestro tiempo: el pulso entre poder político y el inmenso poderío digital de los gigantes empresariales tecnológicos.