No hay autoridad sin poder; pero el poder no puede ser autoritario. El poder exige del que lo tiene que no lo use para lo que no debe. Sólo es poder legítimo el que se ejerce cumpliendo la ley y dentro de la ley.
Si la autoridad se reconoce y respeta no es necesario el uso de la fuerza ni el cumplimiento coactivo de la ley. Pero en correspondencia con ese principio, la sociedad tiene derecho a oponerse y condenar el “abuso de autoridad” que consiste en su uso arbitrario, innecesario, desproporcionado e injusto.
Cualquier abuso o exceso debe ser rechazado y quien lo cometa debe ser privado de su condición de agente de la autoridad. El ejercicio de la autoridad debe ajustarse, siempre, al cumplimiento de la ley y dentro de los límites que la propia ley establezca.
Es cierto que, en toda convivencia es necesario que unos manden y otros obedezcan, pues, de lo contrario, reinarían el caos y la inseguridad; pero la responsabilidad de mantener el orden y la paz social corresponde a los agentes legítimos de la autoridad y a la rectitud de sus mandatos.
El propio Pericles sostenía que “somos libres y tolerantes en nuestra vidas; pero en los asuntos propios nos ceñimos a la ley”.
El deber de obediencia, según los tribunales y el propio Consejo General del Poder Judicial, no debe vincularse a órdenes de contenido delictivo, en ningún caso, pues debe mantenerse siempre el principio de que la ley debe prevalecer sobre la autoridad.
En el gran sello de los EEUU figura la frase de Benjamín Franklin de que “la rebelión a los tiranos es obediencia a Dios”.
Esa misma condena figura en la obra de Santo Tomás, “El gobierno de los príncipes” que, al referirse al tirano, lo describe como “quien desprecie el bien común y busque el bien privado”, afirmando que “se ha de proceder contra la maldad del tirano por autoridad pública”.
Si la autoridad no se ejerce en beneficio del bien común, se convierte en un poder despótico y tiránico. Cuando eso ocurre, la autoridad carece de las dos cualidades que, según los romanos, debieran reunir los magistrados y que eran la “potestas” y la “auctoritas”, es decir, como decía Álvaro D’Ors, “el poder legalmente establecido y el saber socialmente reconocido”.