En China, lo mismo se tarda diecisiete siglos en construir un muro, que diez días en levantar de la nada un hospital, pero esa peculiar relación con el tiempo parece querer acompasarse a la naturaleza de las amenazas.
Antes de que China fuera China, ya era China en lo tocante a su colosal, desproporcionada y a menudo inútil reacción frente a las amenazas. Los 8.000 kilómetros de su Gran Muralla (unos 20.000 contando desviaciones y ramales) no debieron servir tanto para defenderse de las hordas nómadas de mongoles y manchúes como para descolocarles con la exhibición de una obra tan loca. Así, las imágenes cenitales que vemos en los noticiarios de cientos de excavadoras pululando como insectos en un descampado a las afueras de Wuhan, sugieren el mismo propósito, el de asustar, en ésta ocasión al coronavirus ese que fulmina a los viandantes, que ha infectado en pocos días a miles de personas y que se va extendiendo por el mundo como la enésima plaga.
Puede que los mongoles inspiraran tanto pavor en su día como hoy el virus que ha forzado la estabulación, la cuarentena, de 60 millones de personas en China, pero también puede que lo que más miedo tendría que dar era, ayer, la extrema crueldad de los reyezuelos y emperadores que mandaron construir la Gran Muralla, agotando los recursos del país y cobrándose la vida de millones de trabajadores, y hoy, el subterráneo e inevitable descontrol que genera y alimenta la compulsión controladora del régimen en un país de 1.400 millones de habitantes. La afición a comerse todo bicho viviente, vestigio vivo de las hambrunas pasadas, podría estar en el origen del morbo, y esa querencia no se neutraliza ni con artefactos digitales de reconocimiento facial ni con miles de obreros deslomándose hasta la extenuación para construir un hospital en diez días.
La peor amenaza de uno suele hallarse, como se sabe, dentro de uno mismo, y con las naciones, los estados, los grupos humanos, sucede lo mismo. China, tan enorme, con tanta gente, con tanta dinastía aherrojándola, se enfrenta de nuevo, a lo grande, a los mongoles, que son ahora un virus, pero ni los mongoles se asustaron con aquella valla delirante, ni los virus con la visión cenital de los bulldozers pululando como insectos en un descampado.