El ser humano es único, indivisible, irrepetible e insustituible. Es un fin en sí mismo que no puede utilizarse como medio o instrumento para conseguir otros fines ajenos al libre desarrollo de su personalidad. En una palabra: nadie debe subir o crecer apoyándose en los hombros de los demás.
La persona pierde su condición de sujeto cuando se la utiliza como objeto o mercancía en el mercado de trabajo, en el proselitismo político o comprando su voluntad mediante engaño o por medios torticeros y reprobables.
Las personas no tienen valor en uso ni valor en cambio; no cotizan en el mercado de valores. Su dignidad exige respeto a su libertad e integridad física, moral, social y política.
Su ansia natural de libertad le decide a luchar contra toda clase de alienación o de dominio de unos seres humanos sobre otros. El éxito no lo ha logrado ni se logra “sin sangre, sudor y lágrimas”. Es fruto de una conquista y no de una dádiva, concesión o recompensa espontánea y voluntaria.
Pero, pese a las anteriores consideraciones, no siempre se ha reconocido el valor humano por su naturaleza racional y la potencia creadora de su cerebro, como órgano donde residen la mente y la conciencia de las personas.
Sin embargo, sorprende que la fuerza haya sido considerada como el único título para justificar el derecho a la vida.
En este sentido, Nietzsche superó, incluso, a Darwin al ensalzar la fuerza y el poderío físico como justificante de la vida y proclamar que “sólo los más fuertes merecen vivir”. Considerar la fuerza como único mérito para vivir es un pensamiento inaceptable que confunde el hecho físico de la fuerza con la inteligencia y el mérito, como elementos esenciales de la conducta humana.
Decimos que Nietzsche es más drástico que Darwin, en el sentido de que, mientras el primero se apoya en la fuerza para merecer vivir, Darwin sostiene que en la evolución de las especies y, entre ellas, la humana, en la lucha por la supervivencia, sólo sobreviven los que mejor se adaptan a su entorno. Obsérvese, que no afirma que sean los más fuertes, sino los que mejor se adaptan a las circunstancias cambiantes que la vida ofrece y cuya superación no sólo ni siempre exige la fuerza física, sino y, más especialmente, el cerebro y la inteligencia como medios más idóneos para superar y vencer las dificultades.
En resumen, los humanos no son “animales de tiro y carga”, ni su organismo y personalidad pueden equiparse a la “resistencia de los materiales”. Son entes dotados de inteligencia y voluntad que, incluso para sobrevivir, emplean su naturaleza racional y la fuerza creadora de su cerebro e inteligencia.
Según lo expuesto, resulta razonable utilizar la fuerza cuando la conflictividad humana no pueda resolverse pacífica y democráticamente; pero siempre como “ultima ratio” y después de haber agotado todos los medios y esfuerzos posibles para evitarla.