Confieso que en mi vida viajera pocas visitas me habrán impresionado más que la efectuada al Muro y Berlín oriental en los primeros años 80. Todo un enorme despliegue de coacción y fuerza, de alambradas, de casetas de vigilancia, de soldados fusil o prismáticos en mano (los tristemente célebres vopos), de fortísimos controles de acceso, de rastreos con espejos de los fondos de los vehículos, de inspección de periódicos u otro material impreso.
Se llegaba así a una ciudad triste, dividida en cuatro sectores, sin gentes por las calles aun en tarde de domingo, engalanada, eso sí, con multitud de banderolas de bienvenida a un alto dirigente moscovita, cuya visita se esperaba y festejaba. Itinerario turístico oficial cumplido a rajatabla, escala inolvidable incluida en el gran tesoro del museo de Pérgamo.
La salida del por célebre checkpoint Charlie, el puesto de control más famoso de la guerra fría y que subsiste como memoria histórica, ya fue otra cosa. Atrás quedaba un fortín que parecía inexpugnable. La desaparición del Muro era entonces impensable.
Pero en torno a las 23 horas del 9 de noviembre de 1989, hace hoy treinta años, ocurrió lo inconcebible: todo aquello se vino abajo. Caía y de la forma más inesperada y sencilla aquel Muro que durante veintiocho años había dividido ciudad y ciudadanía a lo largo de 43 kilómetros y que había costado la muerte por disparos a un centenar largo de personas que a pesar de todo pretendieron huir.
Sucedió, como digo, casi inopinadamente, cuando la guardia de fronteras germanooriental, desbordada por miles de alemanes del Este que pretendían cruzar el paso más septentrional de los siete con que contaba la ciudad, decidió por su cuenta levantar las barreras.
La gente se había enterado por televisión de las nuevas y confusas disposiciones oficiales sobre viajes al exterior y exigía acogerse a ellas de inmediato. En las horas siguientes alrededor de 20.000 personas pudieron pasar sin control, mientras otros muchos, piqueta en mano, comenzaron a derribar aquella odiada frontera de ladrillo.
Bien es cierto que la merma de poder de la URSS respecto a sus países satélites y los movimientos sociales en el seno de la propia RDA indicaban la proximidad de un vuelco. En Berlín Este uno de los núcleos de movilización en el otoño de 1989 fue la iglesia evangélica de Getsemaní. Y casi al tiempo, la marcha de 70.000 personas (9 de octubre) desde la iglesia de san Nicolás, en la ciudad sajona de Leipzig -la tierra de Juan Sebastian Bach-, portando velas, clamando “nosotros somos el pueblo” y demandando libertades, vino a ser un preludio más claro de los sucesos de la capital. La Policía no había osado disparar.
Eran los días de la llamada “revolución pacífica”. En justa expresión, dichas movilizaciones han sido consideradas como el antecedente. Como la primera grieta abierta en el Muro.