Mientras en la humanidad existan preguntas sin respuesta, la cultura y la civilización seguirán avanzando pues, como dijo Ortega y Gasset, “un problema resuelto es un pseudoproblema”.
Esa realidad nos confirma que el móvil del progreso no consiste en los fines alcanzados ni en las metas conseguidas, sino en los objetivos por lograr y las incógnitas por resolver.
Como dijo Yibrán Jalil, “no progresas mejorando lo que ya está hecho, sino esforzándote por lograr lo que aún queda por hacer”.
Es evidente que la sabiduría está en preguntar y que las preguntas obligan a los seres racionales a pensar. Por eso, Einstein reconocía que, aunque siempre habrá preguntas sin respuesta, lo importante es “no dejar de hacerse preguntas”.
Si todos los seres humanos tienen por naturaleza, como dijo Aristóteles, afán o deseo de saber, es evidente que el saber es una necesidad intelectual del ser humano. Esta necesidad se manifiesta, no cuando se obtiene respuesta a nuestras preguntas, sino cuando nuestras preguntas carecen de respuesta.
La vida humana es esencialmente problemática. Por esto, cuando los clásicos se preguntan si fue la curiosidad o el asombro del propio yo y de lo que nos rodea lo que despierta nuestro afán de conocimiento, debe reconocerse que esa curiosidad o asombro sólo se manifiesta a través de las preguntas e interrogantes que la vida plantea.
Precisamente, la mayéutica o método de enseñanza utilizado por Sócrates para averiguar la verdad, consistía en hacer preguntas y repreguntas sobre el mismo tema hasta alcanzar, fruto de la discusión, un concepto de general aceptación y que diera satisfacción al diálogo. Sócrates comparaba su método con la profesión de su madre Fenaretes, que era comadrona, es decir, profesional dedicada a ayudar y favorecer el nacimiento de los seres humanos.
En eso consiste, también, el alumbramiento de nuevas ideas que equivale, en lo intelectual, a lo que el parto en el campo biológico.
En ese diálogo o intercambio de preguntas y repreguntas, cada respuesta era inmediatamente discutida o rebatida por el maestro mediante nuevas propuestas sobre el mismo tema hasta alcanzar un conocimiento claro, preciso y unívoco sobre lo que era materia de debate; es decir, hasta alcanzar una idea o concepto que no admitiese ulterior consideración o explicación. Diríamos que ese sistema confirma la idea de que de la discusión nace la luz.
Preguntarse por uno mismo es aceptar que, como dice Sócrates, “una vida no examinada no merece la pena de ser vivida”.